«70072». Cuando Lidia Maksymowicz, una mujer polaca de origen bielorruso que sobrevivió a los campos de concentración nazis, dejó su brazo al descubierto hoy en la audiencia general, mostrando su tatuaje de ex prisionera de Auschwitz, el Papa Francisco la miró durante unos instantes. Luego se inclinó y le dio un beso en ese mismo número que después de 76 años le recuerda a diario el horror que vivió. Sin palabras, como ya hizo el Pontífice en aquella visita a Auschwitzal en 2016, sólo un gesto espontáneo, instintivo y afectuoso. Un gesto que, explica Lidia a Vatican News, mientras su voz (entre el cansancio y la emoción) se apaga ligeramente, «me ha fortalecido y me ha reconciliado con el mundo».
En Italia para contar su testimonio
«Con el Santo Padre nos entendimos con los ojos, no tuvimos que decirnos nada, no hacían falta las palabras», explica la mujer, una de las últimas supervivientes en Europa, que ahora vive en Cracovia, y que actualmente se encuentra en Italia como invitada de la asociación «La Memoria Viva de Castellamonte» (Turín) para contar a los jóvenes su testimonio, ahora recogido en un documental dedicado a ella, «La niña que no sabía odiar».
Lidia quiso aprovechar su visita a Italia -ya planeada pero luego pospuesta varias veces a causa de la pandemia- para pasarse por Roma, acogida por la Embajada de Polonia en Italia, y conocer al Papa al que dice querer profundamente: «Después de Juan Pablo II, quiero al Papa Francisco. Sigo sus ceremonias por televisión, rezo por él todos los días, le soy fiel y le profeso un profundo cariño».
Las dos madres: la que perdió en Auscwhitz y la adoptiva
Un encuentro muy esperado que tiene lugar en un día especial para esta anciana señora que irradia vida: el Día de la Madre en Polonia. «Para mí es un aniversario especial, porque he tenido dos madres: la que me dio a luz, y que me robaron en el campo de concentración cuando tenía tres años, y la madre polaca que me adoptó una vez libres y a la que debo mi salvación».
Tres regalos para el Pontífice: memoria, esperanza y oración
En esos pocos instantes al final de la audiencia, Lidia no pudo contarle al Papa toda su historia, pero le entregó tres regalos que simbolizan lo que ahora son las piedras angulares de su vida: la memoria, la esperanza, la oración. La memoria, representada por el pañuelo con una franja azul y blanca con la letra «P» de Polonia, sobre un fondo triangular rojo, que todos los prisioneros polacos utilizan en las ceremonias de conmemoración.
Esperanza, con un cuadro pintado por su asistente Renata Rechlik que la retrata de niña, de la mano de su madre, mientras observan de lejos desde las vías la entrada al campo de Birkenau, símbolo del principio del fin para millones de judíos y otros prisioneros. Por último, la oración: en las manos del Pontífice, Lidia colocó un rosario con la imagen de San Juan Pablo II, bendecido por su ahijado el sacerdote P. Dariusz. «Es el que uso cada día para rezar», añadió.
Deportada a la edad de 3 años
De hecho, Lidia no dejó de creer en Dios, a pesar del mal que se vertió sobre ella cuando sólo tenía tres años y, en 1941, fue arrancada de su hogar y de sus afectos, junto con su madre y sus abuelos maternos, deportados por ser sospechosos de colaborar con los partisanos. «Era pequeña, era muy joven, pero ya tenía una gran experiencia tras haber vivido escenas de guerra en la antigua Unión Soviética. Estaba preparada para el dolor, para el mal hecho por los hombres contra otros hombres, pero no esperaba experimentar lo que viví en Auschwitz».
«Fui deportada en un tren sólo apto para animales, quizá ni siquiera para eso. Cuando las puertas se abrieron, vi escenas terribles. Mis abuelos fueron separados de nosotros y de los demás, y luego enviados a un barracón con una chimenea de la que salía un humo con un hedor atroz. Mi madre y yo, sucias, hambrientas, asustadas, obedecíamos a los soldados que gritaban palabras incomprensibles mientras los perros ladraban. No entendíamos nada, hacíamos todo lo que nos decían, estábamos aterrorizadas».
Los experimentos de Mengele
Identificadas ambas en el campo como prisioneras polacas, con la «P» cosida en sus uniformes a rayas, la madre fue trasladada a los barracones de los trabajadores. Lidia, en cambio, a una «casa llena de niños de diferentes edades y nacionalidades». Era el barracón en el que trabajaba el médico Josef Mengele, el hombre que ya entonces era apodado el «ángel de la muerte».
Esa casa era el depósito que Mengele utilizaba para llevar a cabo sus experimentos con mujeres embarazadas, bebés gemelos y personas con malformaciones. Le habían enviado a Lidia porque era una «niña bonita y sana». Después de casi ochenta años, no recuerda lo que Mengele hizo con su cuerpecito, pero sí recuerda bien «el dolor» y su mirada: «Era una persona atroz, sin límites ni escrúpulos. Día tras día, muchas personas perdieron la vida en sus manos. Después de la guerra, se encontraron libros con referencias a números tatuados, incluido el mío».
El encuentro con su madre biológica después de 17 años
Una vez liberada, Lidia vivió una vida rocambolesca: fue acogida por una pareja polaca que representaba a su verdadera familia, luego fue trasladada a Rusia, a Moscú, donde explica que quisieron utilizar su historia con fines políticos, y finalmente regresó a Cracovia. En 1962, encontró a su madre natural a través de la Cruz Roja: «Nunca dejé de buscarla, aunque la creía muerta. Nos reencontramos después de 17 años».
Mientras tanto, su afecto se había fundido en las arenas del tiempo, al igual que los recuerdos de esos tres años que vivieron juntos antes de que el campo de concentración rompiera su vínculo. Después de tantos años, para Lidia aquella mujer -que entretanto había creado una nueva familia- era una figura del pasado a la que, sin embargo, debía mostrar gran respeto. Se abrazaron, lloraron, intercambiaron algunas palabras, pero Lidia decidió quedarse con su familia adoptiva, reconociéndola siempre como «mi primera madre».
Un llamamiento a los jóvenes: «Nunca más vuelva esta atrocidad»
Lidia Maksymowicz afirma hoy que está cansada, pero se aferra a la vida con todas sus fuerzas porque quiere cumplir una misión: mantener viva la memoria de las nuevas generaciones que crecen en una época en la que los fantasmas del racismo y el nacionalismo parecen resurgir. Lidia pide hacer un llamamiento a través de Vatican News y Radio Vaticano:
«En sus jóvenes manos está el futuro del mundo. Escuchen mis palabras, vayan a visitar Auschwitz – Birkenau y asegúrense de que esta atrocidad no vuelva jamás. Esa historia no debe repetirse jamás». (Vatican News)