Tiziana Campisi – Ciudad del Vaticano
Simeón y Ana: dos ancianos que han hecho de la espera de Dios la razón de su vida. A ellos, que en el templo de Jerusalén esperaban ver «al Cristo del Señor», dedicó Francisco su quinta catequesis sobre la vejez. De estos «ancianos llenos de vitalidad espiritual», afirma el Papa, aprendemos que «la fidelidad de la espera agudiza los sentidos», pero que es el Espíritu Santo quien los ilumina. Y si «la vejez debilita, de un modo u otro, la sensibilidad del cuerpo», una vejez que se ha ejercitado en la espera de Dios será más sensible para acogerlo cuando pase.
Recordemos que la actitud del cristiano es estar atento a las visitas del Señor, porque el Señor pasa por nuestra vida con inspiraciones, con la invitación a ser mejores. Y San Agustín decía: «Tengo miedo de Dios cuando pasa» – «Pero ¿cómo es eso, tienes miedo?» – «Sí, tengo miedo de no darme cuenta y dejarlo pasar». Es el Espíritu Santo quien prepara nuestros sentidos para entender cuando el Señor nos hace una visita, como hizo con Simeón y Ana.
Hace falta una vejez capaz de reconocer los signos de Dios
Hoy, subraya Francisco, necesitamos más que nunca «una vejez dotada de sentidos espirituales vivos y capaces de reconocer los signos de Dios, más aún, el Signo de Dios, que es Jesús». Pero, lamentablemente, en la sociedad actual «que cultiva la ilusión de la eterna juventud», observa el Pontífice, la «anestesia de los sentidos espirituales», debida a la excitación y al aturdimiento de los sentidos del cuerpo, es un síndrome muy extendido», aunque «mayoritariamente inconsciente». Uno no se da cuenta, explica el Papa, de que está anestesiado, de modo que los sentidos interiores, los sentidos del Espíritu, no distinguen la presencia de Dios o la presencia del mal.
La insensibilidad no te hace comprender la compasión, no te hace comprender la piedad, no te hace sentir vergüenza o remordimiento por haber hecho una cosa mala… Es así. Los sentidos espirituales anestesiados lo confunden todo y uno no siente, espiritualmente, tales cosas. Y la vejez se convierte, por así decirlo, en la primera pérdida, en la primera víctima de esta pérdida de sensibilidad.
En una sociedad que ejerce sobre todo la sensibilidad para disfrutar, añade el Pontífice, se presta menos atención a los frágiles y prevalece la competencia de los vencedores. Y así se pierde la sensibilidad, se pierden los movimientos del Espíritu que nos hacen humanos.
Falta el espíritu de la fraternidad humana
Francisco advierte que si «la retórica de la inclusión es la fórmula ritual de todo discurso políticamente correcto», en realidad, «en las prácticas de la convivencia normal» sucede de otra manera.
La cultura de la ternura social se esfuerza por crecer. El espíritu de la fraternidad humana -que me pareció necesario relanzar con fuerza- es como un vestido desechado, para ser admirado, sí, pero… en un museo.
Testigos para las generaciones futuras
Existe una brecha entre la ternura social «y el conformismo que impone a la juventud contar su historia de manera completamente diferente», señaló el Pontífice. Pero las figuras de Simeón y Ana y «otras historias bíblicas de ancianos sensibles al Espíritu» nos enseñan a ser testigos sencillos para las generaciones futuras. Simeón y Ana reconocen en el Niño Jesús «la señal segura de la visita de Dios» y aceptan no ser protagonistas, sino sólo testigos. Y en cambio, en aquellos que quieren ser protagonistas, precisa Francisco, el camino hacia la plenitud de la vejez nunca madurará y acabarán siendo superficiales.
Es la gran generación de los superficiales, que no se permiten sentir las cosas con la sensibilidad del Espíritu. Pero, ¿por qué no se lo permiten? En parte por pereza, y en parte porque ya no pueden: la han perdido. Es feo cuando una civilización pierde la sensibilidad del Espíritu. En cambio, es hermoso cuando encontramos ancianos como Simeón y Ana que conservan esta sensibilidad del Espíritu y son capaces de comprender las diferentes situaciones, como estos dos comprendieron esta situación que tenían delante que era la manifestación del Mesías.
Simeón y Ana no lamentan, explica Francisco, que «Dios no se encarne en su generación», sino en la que les seguirá. Por el contrario, en ellos hay una gran emoción y consuelo «por poder ver y anunciar que la historia de su generación no está perdida ni desperdiciada». Y esto, continúa el Papa, es lo que sienten los ancianos cuando sus nietos hablan con ellos. Un anciano abierto se despide de la vida, entregándola a la nueva generación. Y esta es la despedida de Simeón y Ana.