Se cumplen nueve meses desde el inicio de la horrible guerra de agresión por parte de Rusia contra Ucrania. Este es el tiempo en que una vida humana toma forma en el vientre materno y luego sale a la luz, pero la de Ucrania no ha sido una gestación de vida, sino sólo de muerte, de odio, de devastación.
Hay un aspecto de esta guerra que no siempre recordamos: se trata de un conflicto que involucra a dos pueblos que pertenecen a la misma fe en Cristo y al mismo bautismo. El cristianismo en esa zona geográfica se asocia con el bautismo de la Rus’, completado en el año 988, cuando Vladimir el Grande quiso que su familia y el pueblo de Kiev recibieron el sacramento en las aguas del Dnepr. Los cristianos rusos y ucranianos comparten la misma divina liturgia y la misma espiritualidad que es propia de las Iglesias orientales.
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Hoy se tiende a esconder esta pertenencia común de la fe y de la tradición litúrgica por razones ligadas con la propaganda bélica: cuando combates, cuando matas, debes olvidar el rostro y la humanidad del otro, como recordaba el profeta de la paz Tonino Bello. Y hasta debes olvidar que el otro tiene tú mismo bautismo.
El hecho de que lo que ha estallado en el corazón de Europa sea una guerra entre cristianos hace que la herida sea aún más dolorosa para los seguidores de Jesús. No nos encontramos frente a un conflicto que pueda clasificarse en el cómodo esquema del «choque de civilizaciones», teoría que se hizo famosa tras los atentados islamistas del 11 de septiembre de 2001 para marcar las diferencias entre «nosotros» y «ellos». No, aquí los agresores leen el mismo Evangelio que los agredidos.
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La consternación suscitada por esta observación podría llevarnos a reflexionar acerca de cuánto camino debe recorrer aún el mensaje evangélico para entrar en el corazón de los cristianos y permear su cultura, para encarnar el ejemplo de Jesús, que en el Getsemaní ordenó a Pedro que volviera a meter la espada en la vaina. Incluso podría inducirnos a subir al púlpito sentencioso y tranquilizador de quienes quieren marcar la diferencia entre «nuestro» cristianismo y el de los belicistas que mezclan iconos sagrados con banderas de soldados, justificando la agresión y la violencia con discursos religiosos, como hacíamos hasta anteayer y como, tal vez, alguno desearía hacer también hoy.
Pero esta actitud sólo sería para nosotros sólo una cómoda vía de escape, una forma de autoabsolución para no mantener abierta la herida generada por esta guerra.
El conflicto en curso en Ucrania nos enseña en cambio que la pertenencia a una tradición común, el recuerdo de una identidad y de una cultura que tienen su origen en el mismo anuncio evangélico, no bastan para evitar que nos deslicemos hacia la barbarie de la violencia, del odio y de la guerra asesina.
Mantener la herida abierta significa entonces recordar cada día que nuestra fe y nuestras tradiciones religiosas no pueden darse nunca por sentadas ni por supuestas. Significa recordar que sólo podemos actuar como cristianos por gracia, no por tradición o cultura. Significa recordar las palabras de Jesús: «Sin mí no pueden hacer nada», para volver a ser humildes mendigos de Él, vivo y presente hoy, y de su paz.
Jean Carlos Yepes