Vivimos en un insistente ocultamiento de lo humano. Estamos perdiendo interés por los bienes superiores. Las capas de la realidad han sido permeadas por un aliento corrupto y corruptor, alivianando el sentido del compromiso. Todo es pasajero. Todo es tan liviano, tan líquido, pero, al mismo tiempo, violento y fugaz. La empatía y la sensibilidad han pedido el rumbo hacia derroteros espesos que nos alejan del otro y de nosotros mismos.
Tenemos una necesidad de retomar nuevamente el camino, nuestra solvencia moral y ética. Buscar ejemplos como el que nos propone el recuerdo de la Madre María Félix Torres, fundadora de la Compañía del Salvador. Un episodio de su vida vinculado con Venezuela nos servirá de marco para mostrarla como heroína de la humildad. Este testimonio los conocemos gracias a una carta que, el padre Francisco Arruza, S.J., a la sazón vicerrector de la Universidad Católica Andrés Bello, entregó a la superiora general de la Congregación.
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La Madre Félix fue Superiora General de la Compañía desde la fundación hasta agosto de 1971. Posición que, de alguna manera, ejerció desde mucho antes. Tuvo que aprender a obedecer cuando entregó el mando. Debió resultar sumamente extraño, y en algunas oportunidades, hasta incómodo y difícil. Logró soportarlo y superarlo, ya que, a fin de cuentas, era Cristo quien lo mandaba. Este aprendizaje lo agradeció profundamente, dado que, ahora, estaba obligada a desprenderse de su voluntad para acertar con la de Dios.
En ese contexto, tuvo que viajar a Venezuela por disposición de la Madre Carmen Aige, nueva superiora, para atender algunas cuestiones vinculadas con el colegio Mater Salvatoris de Caracas. Entre otras cosas, un reclamo que la asamblea de padres y representantes hacía. Reprochaban las clases de un joven sacerdote, muy querido por la Compañía y por las alumnas. Destacaba por su energía y su alegría que ensombrecía su fervor por la Teología de la Liberación. Hubo resolución: la salida del joven. Esto levantó una polvareda que golpearía profundamente en el corazón de la Madre Félix, ya que, saldrían a la exposición pública, bajo la figura de burlas animosas, dificultades en su salud. Dificultades que le costaron mucho superar. Testigo de todo ello fue el padre Francisco Arruza, S.J.
El padre, no solo fue testigo de lo vivido por la Madre Félix, sino que, además, conocía muy bien a aquel joven sacerdote. Esto le permitió tener una vista panorámica más clara de toda la situación. En el documento, el padre resalta tres virtudes de la Madre. Resaltará la fortaleza de su ánimo para llevar a cabo la misión encomendada, relegando de todo lo que de ella misma se pudiera decir. Su caridad para con todos en aquella jornada. Especialmente, resaltaría su humildad, su mansedumbre, pues “todos los insultos que recibió, como los desprecios que tuvo que soportar debido a su enfermedad, los aceptó con una sonrisa”.
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En ella no emergió una sombra de soberbia. Si la hubo, fue rápidamente apagada por su constante oración, su profunda meditación, su dinámica reflexión, y muy especialmente, su diálogo franco, sencillo y abierto. Su cercanía amorosa recordaba a aquella cananea del Evangelio.
La Madre Félix nos brinda con su vida un testimonio de que, si es posible no mudarse ante las sombras de los problemas, las dificultades y los desafíos; nos muestra un camino digno para volver a nuestra dignidad perdida por seguir los atajos de una modernidad ciega, sorda y muda. Detengamos el paso acelerado que llevamos y tratemos de contemplar las aves del cielo y los lirios del campo. Volvamos a nuestra estatura verdadera, la Madre Félix nos brinda una posibilidad. Paz y bien
Valmore Muñoz Arteaga