Escribe Hermann Hesse que la “mitad de la belleza depende del paisaje; y la otra mitad de la persona que la mira…” La belleza desnuda en el paisaje está allí la reconozcamos o no. De hecho, está allí sin ningún interés por ser reconocida o valorada. Ella está allí porque está. Ni más ni menos. No pretende absolutamente nada. No busca absolutamente nada. Tan sólo está. Y es debido a que es una gracia, es pura gracia. Está sin ninguna razón ni explicación. La belleza revela todo porque no expresa nada, sentencia Oscar Wilde.
La belleza no hace feliz al que la posee sino a quien puede amarla y adorarla. La belleza está allí siempre, nos acompaña en todo momento y en todo tiempo. Cada persona y cada cosa la poseen. “Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente», reflexiona Jorge Luis Borges que, por cierto, era ciego. “No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”.
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Borges acaricia una idea clave y nos la ofrece para que la acariciemos mientras ella nos acaricia: la belleza florece al cabo de los años, pero no porque no estuviera previamente, sino porque su reconocimiento no es instantáneo. La belleza evoca siempre profundidad y la profundidad se toma su tiempo. Descubrirla, sentirla, beberla para luego ser poseídos por ella requiere tiempo y entrega. Ella tiene todo el tiempo del mundo, pues ha estado aquí desde el principio. Su esencia venía abrazada a la voz del Creador cuando éste dijo su primera palabra al hombre.
Ella espera sin esperar. La belleza espera a que el hombre aprenda a esperar. Espera a que el hombre supere el mirar, el ver, el observar y se dé la oportunidad de contemplar. Contemplar revela algo más que el simple vuelo de las aves y el sutil baile de los lirios al paso del viento (cfr. Mt 6, 26 – 33). Contemplar compromete nuestra existencia, lo que somos. Contemplar es mucho más que saber mirar. También requiere tiempo, paciencia, pero sobre todo silencio. Jesús es la belleza de la plenitud del hombre y sólo los que hacen silencio pueden escuchar su voz.
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Para poder amar y adorar la belleza hay que reconocerla, y para ello se requiere de una voluntad humana. Ramón del Valle Inclán nos explica cómo el corazón del hombre puede imantarse, sentirse irremediablemente atraído por la belleza si éste logra abrirse a la luz que todo lo ilumina. Un tanto agrega Antonio Rosmini cuando señala que la luz de la mente es el ser iluminante y que el ser no puede no ser iluminante. Pero para ello aplican ciertas condiciones: silencio y retiro que nos permitan ser tomados por completo. Que su paso se imponga a nuestra psique hasta que logre invadir todas las ramificaciones anímicas y corporales de nuestra sensibilidad. Ser comunión con ella, pues no puede ocurrir otra cosa, ya que la mitad de la belleza de la creación nos habita.
Sin embargo, la velocidad del momento actual no permite ni el silencio, ni el retiro, mucho menos la contemplación. Estamos siempre apurados viviendo aquello que no es vida debido a que no hay posibilidad de reconocerla en la belleza, en su belleza. La paciencia agoniza en el aliento del tiempo líquido. En su territorio no hay posibilidad para alimentar la espera, por eso él pasa sin que nada quede: el tiempo líquido no tiene tiempo asestando un duro golpe a la posibilidad de la comunión entre la belleza y el hombre. Paz y bien.
Valmore Muñoz