Angelo Giuseppe Roncalli (San Juan XXIII) nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo, Italia. Desde joven siempre avizoró su atracción por el servicio sacerdotal, una vocación que fue alimentando a lo largo de su vida y que lo distinguió a través de su gran corazón y su entrega por hacer el bien.
Fue el cuarto hijo de trece hermanos de una familia que vivía del trabajo incansable en el campo. A su tío Zaverio, quien también fuera su padrino de bautismo, se le atribuye la influencia y formación inicial religiosa, una acción que el mismo santo repetía con humildad y cariño.
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“En 1892 ingresó en el Seminario de Bérgamo, donde estudió humanidades, filosofía y hasta el segundo año de teología (…) con catorce años, empezó a redactar unos apuntes espirituales que le acompañaron, de una u otra forma, a lo largo de su vida, y que fueron recogidos en “Diario de un alma”. El 1 de marzo de 1896, fue admitido en la Orden Franciscana Seglar, cuya regla profesó el 23 de mayo de 1897.”
Desde 1901 hasta 1905, gracias a una beca que se otorgaba a estudiantes adelantados fue alumno del Pontificio seminario romano, adicionalmente prestó servicio militar durante doce meses.
“Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons. Giácomo María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914, acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en múltiples iniciativas apostólicas”.
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Para enero de 1953 fue creado Cardenal y promovido al patriarcado de Venecia. Con la felicidad y convicción de entregar sus últimos años de vida de la “cura de almas” su entrega se profundizó evidenciada en actividad pastoral, dinámica, y alegre, toda bajo la premisa de ayudar al prójimo.
“Tras la muerte de Pío XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII. En sus cinco años como Papa, el mundo entero pudo ver en él una imagen auténtica del Buen Pastor. Humilde y atento, decidido y valiente, sencillo y activo, practicó los gestos cristianos de las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, acogiendo a personas de cualquier nación y credo, comportándose con todos con un admirable sentido de paternidad”.
Carlos A. Ramírez B.