Hemos podido comprobar en los relatos de la infancia de Jesús como fue presentado ante el pueblo representado por los pastores de Belén, al igual que a todas las naciones bajo la representación de los Reyes del Oriente. Culmina el período de Navidad con la teofanía del Bautismo del Señor, cuando el Padre invita a reconocer en Jesús a su Hijo amado. Hoy, la liturgia nos habla de otra presentación. Era algo normal el que un recién nacido sea presentado en el templo de Jerusalén y se ofreciera un don particular por ello.
En el templo se producen dos encuentros que van a mostrar la otra faceta del niño llevado por sus padres según lo establecido por la Ley: uno, con Simeón; el otro con Ana. Ambos hacen referencia a la vocación del niño que es introducido en la vida cultual del pueblo de Israel. Simeón alaba a Dios porque le ha permitido poder ver la salvación, la luz del Salvador. Por eso, canta que puede ser llevado a la eternidad. El viejo Simeón profetiza la misión, nada fácil, de Jesús: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de todos en Israel”. Es importante destacar que es en el templo, símbolo de la presencia de un Dios que cumplirá su promesa de enviarnos un Mesías redentor, donde se anuncia la misión de Jesús: sufrirá y resurgirá para dar la luz. A María, Simeón le advierte que sufrirá por una espada que atravesará su alma. Ana, al ver al niño, hablará de él a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Le puede interesar: Apoteósica celebración centenaria: Seminario Santo Tomás de Aquino
Para nosotros, al celebrar este día del Señor signado por esos encuentros proféticos en el templo, nos llega la invitación de hacer lo mismo: hablarles a todos los que nos rodean acerca del gran liberador, Jesús. Asimismo, explicar cómo la redención implicará los momentos fuertes de persecución, tortura y crucifixión, pero también los de la alegría del resurgimiento con la Resurrección. Con ello, sencillamente, estamos haciendo una confesión de fe, al igual que la hicieron Simeón y Ana. Podemos, entonces, cantar que la luz nos ha llegado y que estamos en el camino del Redentor.
La Iglesia nos invita a reconocer la presencia de Jesús en el nuevo templo de su cuerpo, en el nuevo santuario inaugurado por Él en medio de la creación. Con nuestra comunión con el Padre y el Espíritu, les presentamos la ofrenda más importante: no la de un par de tórtolas, sino la del Cuerpo y Sangre de Jesús, el Liberador y Salvador de la humanidad.
Mons. Mario Moronta