Si algo le ha brindado identidad a estos tiempos modernos ha sido justamente la ciencia y la técnica. Ambas han sido pilares para el desarrollo y el progreso humano. Nos han mostrado nuestras posibilidades, pero también nos han hecho visible el sendero para cometer las acciones más atroces y abominables de las que hemos sido capaces, no por ellas como tal, sino porque salimos a su perfección olvidando lo esencial: nuestro corazón. El corazón ha perdido valor y esto, como sabemos, no es nuevo.
Galileo afirmó en alguna oportunidad que la ciencia nos enseña cómo funciona el cielo, pero no nos enseña nada de cómo se va hacia él. Por ello, en los últimos años ha animado un profundo interés por retornar al corazón. Hemos venido comprendiendo la necesidad de despertar el corazón para que sienta, se compadezca, se solidarice con el otro, vuelva a amar, ya que muchos estamos convencidos de que la estructura básica del ser humano no es la razón, sino el afecto y la sensibilidad.
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Recuerdo en este momento a Álvaro Márquez-Fernández, quien fuera mi profesor y tutor académico durante mis años como estudiante de Filosofía. Los últimos años de su vida estuvieron orientados a proponer los sentimientos como camino para el pensamiento. Comprendió que el pensamiento sentimental es un sentir de la vida por medio y a través de unos juicios valorativos que nos permiten compartir, en la presencia de los otros, un interés subjetivo que nace de una necesidad de hacer recíproco las sensaciones que despiertan los afectos.
El pensar racional tiende a agotarse en el mundo de las cosas y los objetos, pueden fácilmente tender a la deshumanización del sujeto por medio de la alienación técnica que lo vuelve en objeto de sí o de otro. Esto, por supuesto, devalúa al corazón, y si esto ocurre, entonces, como señala el Papa Francisco, «también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón». En tal sentido, el Santo Padre insiste en que no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor. Debemos comprender que nos acercamos al mundo de nuestras vidas, mucho más, por la sensibilidad originaria de nuestra naturaleza humana, que por las experiencias de aprendizajes que obtenemos del exclusivo uso de la racionalidad.
“Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento”, escribe Miguel de Unamuno, y lo hace, seguramente, tratando de entrar en sintonía con Oscar Wilde quien estaba convencido de cierto tipo de conocimiento al que no puede acceder la Ciencia, ni ningún otro uso científico del intelecto. El conocimiento del corazón debe venir del corazón, debe venir de respuestas emocionales. En Dilexit Nos, el Papa Francisco admite que hay un momento en el cual el pensamiento detiene su paso, no logra comprender aquello que lo supera y, justamente, es a partir de allí, donde el corazón actúa. María Zambrano resalta una razón ardiente, mientras Michel Maffesoli hace lo propio con una razón sensible.
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Sentir el pensamiento plantea tejer una nueva racionalidad que enfrente, desde una desnudez abierta a la más radical verdad de la vida, lo bárbaro que ha hecho nido en nuestros corazones. Una nueva racionalidad que tenga al amor como raíz del conocimiento y nos habilite en la maravillosa contingencia de conocer verdaderamente al mundo sin poner en riesgo lo que somos.
No puede haber ciencia sin conocimiento, y no puede existir conocimiento sin amor. El conocimiento se construye desde el ser que siente, desde el ser sentido. Conocimiento sin amor es mero cálculo, no penetra en lo que conoce; amor sin conocimiento es simple emoción, no hay identificación con lo que se ama. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga