La democracia y la persona son realidades que se sustentan mutuamente. En su base común están esos valores que no pueden ni deben ser traicionados y entre ellos prevalece la dignidad, o mejor, la eminente dignidad que Emmanuel Mounier describía como esa pasión indomable que, ardiendo en la persona como fuego divino, “se eleva y cruje al viento cada vez que olfatea la amenaza de la servidumbre y prefiere defender más que su vida, la dignidad de su vida”.
Que además, la Iglesia católica reconoce como inviolable en cuanto a que es intrínseca al hombre por ser imagen de Dios. Sin lugar a dudas, las instituciones son fundamentales para la democracia, y una de esas instituciones son los partidos políticos, pero sí la idea de persona se encuentra oscurecida, diluida, erosionada, entonces todo lo demás pierde sentido, pierde peso, no son instituciones, sino meros cascarones vacíos.
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Una dignidad que nos hace únicos en el universo, a cada uno de nosotros, a cada persona, pero esa misma condición nos hace un grano imperceptible en ese mismo universo. Así lo reconoce el Salmo 25,16 cuando afirma: “Ten piedad de mí, Señor, porque soy único y pobre”.
Esa unicidad le da al hombre, no solo una dignidad intransferible, sino también una responsabilidad de la que no se puede escapar, sin traicionar la propia dignidad que reposa en él. La negación de la dignidad del otro surge de la incapacidad de reconocer la nuestra. La toma de conciencia de nuestra pobreza, de ser un pequeño punto en el universo nos debería precisar la humildad, el sentido común y una perspectiva que hace imposible absolutizar nada y menos aún nuestras propias ideas.
El reconocimiento y la promoción de la dignidad de la persona liberan al hombre de toda esclavitud. Sin embargo, se ha utilizado a la propia democracia para esclavizar al hombre a un afán de seguridad, en vez de impulsarlo al riesgo de la libertad. Esto se da lamentablemente en toda sociedad donde reina el desorden establecido que mantiene sometidos o silenciados a muchos de sus miembros limitando su vocación y sus sueños olvidados bajo la aparente tranquilidad de un cierto orden social que en nada se parece al ordo amoris de que hablaran San Agustín y Max Scheler, es decir: la ordenación que emana del amor, la cual, en cuanto orden inscrito en la realidad, llamada a crear más amor desde su reconocimiento y libre asunción por la persona, ese orden vertebrador del amor que nos hace ser y portamos como sello de humanidad.
Resulta fundamental para comprender estas cuestiones acompañar las reflexiones que Martha Nussbaum hace en torno a las emociones políticas reivindicándolas, especialmente al amor, dentro de la arena política y su praxis. Busca desmitificar los arreglos bajo los cuales las sociedades occidentales han caracterizado a las emociones en contraposición a la racionalidad como algo vacuo, desprovista de intención políticamente válida y propia de sociedades que han tendido a los autoritarismos.
Por el contrario, Nussbaum muestra a lo largo de su obra, que la comprensión de las emociones, su contenido evaluativo y su relevancia como sustento de la cultura pública, puede ser el sustento sobre el cual las sociedades pueden aspirar a un renovado ideal de justicia.
Solo aquí los valores verdaderos proseguirán su esperanzadora batalla por alcanzar una humanidad de máximos donde las personas ordinarias descubren sus posibilidades extraordinarias, actuando mancomunada en procura del bien común. La democracia moral es, en suma, la resultante de una sociedad de libres e iguales que practican la fraternidad y la responsabilidad recíproca. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga