Vincenza María Poloni nació en Verona en 1802 con el nombre de Luigia Francesca María y fue la última de doce hermanos. Vicenza –tomando ese nombre en honor de san Vicente de Paúl– tuvo una infancia marcada por los valores religiosos y un profundo sentido de la solidaridad, encontrando en el cuidado de los más débiles su verdadera vocación, guiada espiritualmente por el Beato Carlo Steeb.
Tras la muerte de su progenitor se pusieron de manifiesto las cualidades de la beata para conducir los negocios familiares. Discreta y servicial acertaba siempre en el trato dispensado a los clientes; supo custodiar perfectamente los bienes comunes.
Fue una persona de inestimable ayuda, dadora de consuelo cuando tuvieron que afrontar los nuevos infortunios que se produjeron en su entorno. Su generosidad hizo que sus propios sobrinos acudieran a ella por considerarla como una madre.
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Conocía en carne propia el zarpazo del sufrimiento, su valor purificativo, el cúmulo de enseñanzas que conlleva humanas y espirituales, y había adquirido el sentimiento de solidaridad universal que aglutina a quienes han pasado por él. Sus entrañas de misericordia serían manifiestas de forma singular en la obra que le aguardaba y de la que sería artífice.
Poco a poco hechos diversos fueron conduciéndola a la entrega definitiva a Dios. La oración sostenía su intensa dedicación a paliar las necesidades ajenas y a administrar la economía familiar.
En ese cuidar a los demás se incluía su labor como voluntaria en el asilo de ancianos de su ciudad natal. Fue Carlos Steeb, su director espiritual, quien se percató de la grandeza humana y virtudes de la joven, su abnegación y el desasimiento de todo lo que no fuese su prójimo, precisamente porque era una mujer orante. Él entrevió la misión a la que estaba destinada. Atento a los signos, como es propio de los grandes apóstoles, la alentaba a seguir el sendero de la perfección a la espera de que se manifestase la voluntad divina sobre ella.
Animada por su director espiritual a dedicar su vida por completo al servicio de los ancianos y los enfermos, en 1840, junto con otras compañeras, se instaló en el Pio Ricovero de su ciudad natal. Así nació el Instituto de las Hermanas de la Misericordia, que poco a poco fue adquiriendo las características y el estilo de vida de una comunidad religiosa.
Al profesar en 1848 Luigia tomó el nombre de Vincenza en honor de san Vicente de Paúl. Y realmente se dejó guiar por el espíritu de este santo, porque los abandonados y los enfermos afectados por lesiones contagiosas tuvieron en ella otro ángel tutelar.
Fueron quince años de intensa acción, en la que incluyó la formación de jóvenes adolescentes y de niñas, siempre con el afán de que pudieran conocer y experimentar el amor misericordioso de Dios.
Extendió sus caritativos brazos a través de las religiosas, y así fueron abriéndose nuevas fundaciones hasta que un cáncer de mama, que inicialmente ocultó a los miembros de su comunidad y que después de ser intervenido no se erradicó, acabó con su vida.
Murió el 11 de noviembre de 1855 en Verona. Su legado, sin embargo, continuó. En su último testamento, expresó su deseo de dejar la caridad como herencia a sus hermanas. Su vida de dedicación y entrega la llevaron a la beatificación por el Papa Benedicto XVI el 21 de septiembre de 2008, en Verona.
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