Hermanos y hermanas en Cristo, amados fieles, elevo mi voz como pastor de esta Diócesis de San Cristóbal que camina en espíritu y verdad, para meditar sobre uno de los misterios más sublimes y centrales de nuestra fe como lo es la Sagrada Eucaristía y las disposiciones de corazón y alma necesarias para recibir a Cristo, pan de vida.
La misa no es un simple rito, es la fuente y cumbre de la vida cristiana. En cada una de ellas, se renueva el sacrificio redentor de nuestro Señor, y al comulgar, entramos en una comunión íntima y real con Él. Esta grandeza exige de nosotros una respuesta de reverencia, preparación y dignidad.
El texto de la Instrucción Redemptionis Sacramentum nos recuerda con claridad que la eucaristía nos es dada también como «antídoto» contra las culpas cotidianas y como preservación de los pecados mortales. ¡Que inmenso regalo!, sin embargo, esta gracia no anula la necesidad del sacramento de la reconciliación.
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Aquí radica el punto crucial que deseo enfatizar: la conciencia de estar en gracia de Dios. La disciplina de la Iglesia, sostenida por siglos de Tradición, es inequívoca: quien es consciente de estar en pecado grave no debe comulgar sin haber acudido previamente a la confesión sacramental.
El acto penitencial al inicio de la misa es fundamental para disponernos y pedir perdón por las faltas veniales, pero no posee la eficacia del sacramento de la penitencia para el perdón de los pecados graves.
Es un error pastoral grave, y una distorsión de la verdad teológica, pensar que podemos recibir el cuerpo de Cristo y a la vez rechazar la misericordia de Cristo ofrecida en la confesión. Esta negligencia no solo ofende a Dios, sino que pone en riesgo nuestra propia alma, pues comulgamos indignamente, como nos advierte San Pablo.
Hago un llamado especial a los pastores de almas, para que sean diligentes en la catequesis de esta doctrina. Es nuestra responsabilidad guiar a los fieles para que comprendan la santidad de este sacramento y la necesidad de la purificación.
Es mejor que un fiel se abstenga de comulgar en la misa si su conciencia le reprende, y que busque inmediatamente la gracia de la confesión, antes que acercarse a la mesa sagrada en estado de pecado grave. Corrijamos, con prudencia y firmeza, el abuso de acercarse indiscriminadamente a la comunión.
En cuanto a la participación frecuente en el sacramento de la penitencia, debemos fomentarla fuera de la celebración de la misa. Esto permite que la confesión se administre con la tranquilidad y el tiempo necesarios para que sea de verdadera utilidad espiritual, sin perturbar el desarrollo de la santa misa. Incluso aquellos que comulgan a diario deben instruirse para acercarse a la confesión con una frecuencia razonable, según su disposición personal, manteniendo viva la contrición y la humildad.
Y a nuestros niños, futuro de la Iglesia, seamos claros, la primera comunión debe ser siempre precedida por la primera confesión sacramental. El orden de los sacramentos no es una mera formalidad, sino una pedagogía de la fe: primero nos reconciliamos con Dios, y luego lo recibimos en la eucaristía. Además, la eucaristía debe ser administrada por el sacerdote y siempre en el contexto digno de la Santa Misa, procurando escoger el domingo, el día del Señor y el día de la eucaristía, para esta gran celebración.
Hermanos, la eucaristía es un banquete, no un premio. Es un don al que somos invitados cuando hemos respondido con un corazón contrito a la llamada a la santidad. No devaluemos este misterio con la rutina o la indiferencia. Examinémonos en profundidad y procuremos que, al acercarnos al altar, nuestra alma sea un templo digno para recibir al rey.
Que la Santísima Virgen María, patrona de nuestra Diócesis, nos guíe siempre a vivir la eucaristía con la máxima piedad y reverencia.
En el amor de Cristo y bajo la protección de nuestra madre.
Mons. Lisandro Rivas
Obispo de la Diócesis de San Cristóbal



