La Solemnidad de Cristo Rey cierra el año litúrgico que se había iniciado con el tiempo de Adviento. Y la Iglesia propone para el evangelio de la Misa la escena de la agonía de Jesús en la cruz, en medio de las burlas de los asistentes y con la inscripción que lo declara con publicidad e ironía como rey de los judíos.
El reino de Cristo es misterioso. El Papa Francisco comentaba que este evangelio presenta la realeza de Jesús “de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica”. Y el Papa concluía: “la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente”.
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San Lucas es quizá el evangelista que más ha subrayado este amor misericordioso de Jesús durante su pasión; un amor capaz de soportarlo todo para salvarnos. Es quien recoge por ejemplo el ruego de Jesús al Padre por sus verdugos; y narra uno de los episodios más característicos: la conversión del buen ladrón, que aparece en esta escena como la primicia de la victoria de Cristo y de su misterioso reinado.
El ladrón desarrolla las virtudes necesarias para acoger el reino de Dios. Así es, el ladrón: tuvo fe, porque creyó que reinaría con Dios, a quien veía morir a su lado; tuvo esperanza, porque pidió entrar en su reino, y tuvo caridad, porque reprendió con severidad a su compañero de latrocinios, que moría al mismo tiempo que él, y por la misma culpa”. Aquel hombre sufría los mismos tormentos que Jesús, pero en lugar de burlarse sabe reconocer en el nazareno, compañero de suplicio, al Hijo de Dios.
Además, aquel hombre manifiesta el temor a Dios: El temor de Dios significa aquí asumir con responsabilidad y sinceridad las consecuencias de los propios actos, sin echarle a Dios la culpa de ellos. Y recibe entonces no solo el perdón de Dios sino también la promesa del paraíso. Como explica san Ambrosio, “el Señor concede siempre más de lo que se le pide”. Nuestra vida consiste en habitar con Jesucristo y donde está Jesucristo allí está su reino
María Madre y reina. Los cristianos miramos con confianza a María reina y esto aumenta nuestra filiación en aquella que es Madre en el orden de la gracia. Ella está junto a nosotros porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro cotidiano itinerario terreno. Ella, María, conoce todo lo que sucede en nuestra existencia y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida para llevarnos a su Jesús, nuestro Señor. Asi sea.
Pbro. José Lucio León



