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Reflexión sobre el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios

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Meditación correspondiente al tercer día de la “peregrinación virtual” con el Santo Cristo de La Grita

 

Pbro. José Ricardo Robles Moreno

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Hoy nos corresponde en esta peregrinación virtual al Santo Cristo de La Grita, reflexionar sobre el Misterio de la Encarnación de Jesús que es el centro de nuestra fe cristiana.

Muchísimas veces en nuestras iglesias ha resonado la palabra «Encarnación» de Dios, y nos imaginamos varias cosas acerca de ese gran misterio, el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central de la fe cristiana? Deriva del latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía, a finales del siglo I y especialmente San Ireneo han utilizado este término, reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de San Juan, en particular sobre la expresión «La Palabra se hizo carne» (Jn 1,14).

Aquí la palabra «carne» –según la costumbre hebraica– se refiere a la persona integralmente, en su totalidad, a su aspecto de caducidad y temporalidad, su pobreza y su contingencia. Y ello para decirnos que la salvación traída por el Dios hecho carne en Jesús de Nazaret, abraza al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en la que se encuentre.

Dios tomó la condición humana para curar de todo lo que nos separa de Él, por lo que podemos llamar, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abba, Padre» y ser verdaderamente sus hijos. San Ireneo dice: «Esto es porque el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios «(Adversus haereses, 3,19,1:. PG 7,939; cf Catecismo de la Iglesia Católica, 460).

«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que ya casi no nos impacta la magnitud del evento que expresa. Y, de hecho, muchas veces en el tiempo de Navidad, en el que esta expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se da mayor atención a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, en lugar de estar atentos al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y en la que sólo se puede entrar con la fe.

El Logos que está con Dios, el Logos, que es Dios (cfr Jn 1, 1), para el cual fueron creadas todas las cosas (cfr. 1,3), que ha acompañado a los hombres en la historia con su luz (cfr. 1,4- 5; 1,9), se hace carne y pone su morada entre nosotros, se hace uno de nosotros (cfr. 1,14). Así como el ícono del Santo Cristo de La Grita que se ha encarnado en la fe del pueblo tachirense, de Venezuela y de otros países del mundo.

El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado». (Constitución Gaudium et Spes, 22). Es importante, entonces, recuperar el asombro ante el misterio, dejarse envolver por la magnitud de este acontecimiento: Dios ha recorrido como un hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su propia vida (cfr. 1 Jn 1,1 – 4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que con su poder somete al mundo, sino con la humildad de un niño.

El hecho de la Encarnación de Dios, que se hace un hombre como nosotros, nos muestra el realismo sin precedentes del amor divino. La acción de Dios, no se limita a las palabras, es más podríamos decir que Él no se contenta con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí la fatiga y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, dio instrucciones a los apóstoles para que continuaran su misión, completó el curso de su vida terrenal en la cruz.

Este modo de actuar de Dios es un poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse a la esfera de los sentimientos y emociones, sino que debe entrar en la realidad de nuestra existencia, es decir, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla de manera práctica. Dios no se detuvo en las palabras, sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia, salvo en el pecado.

El Catecismo de San Pío X, que algunos de nosotros hemos estudiado de niños, con su sencillez, a la pregunta: Para vivir según Dios, ¿qué debemos hacer?, da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades reveladas por Él y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

San Juan dice que el Verbo, el Logos estaba con Dios desde el principio, y que todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo, y que nada de lo que existe fue hecho sin Él (cf. Jn 1:1-3). El evangelista claramente alude a la historia de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del Libro del Génesis, y los relee a la luz de Cristo.

“En el principio era el Verbo – la Palabra -, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba junto a Dios en el principio…” (Juan 1, 1-2).

Ser cristianos significa precisamente, como un primer paso, creer, aceptar, que Jesús, el Hijo de Dios, se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y se vino a vivir a nuestro mundo.

Se encarnó, es decir, se metió en nuestra carne y sangre, en nuestra humanidad, asumiendo todas las debilidades y limitaciones que le son propias, para vivir con nosotros; para vivir como uno cualquiera de nosotros.

“Y el Verbo se hizo carne, puso su tienda entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre; lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14).

Jesús es Dios mismo, pero Dios encarnado. No simplemente revestido de carne, sino totalmente sumergido en ella, impregnado de ella.

El cuerpo de Jesús no es un mero disfraz que le hace posible estar en el mundo. El cuerpo de Jesús es un elemento esencial de su ser, porque él es el Dios-hombre y el hombre-Dios. El Emmanuel, el Dios-con-nosotros; el Dios-entre-nosotros; el Dios-para-nosotros.

Jesús es el Verbo de Dios, la Palabra de Dios, lo que Dios nos dice de sí mismo. Jesús es Dios que se nos da a conocer; Dios que se nos entrega; Dios que nos manifiesta la ternura de su amor, la fuerza de su amor, la plenitud de su amor por cada uno de nosotros.

No se trata simplemente de una cuestión de tipo intelectual; de una idea para entender, de una verdad para aceptar con la mente. La Encarnación es un misterio, una verdad de Dios que no se puede explicar, pero que llena nuestro corazón y nuestra vida de gozo y esperanza. Una verdad que tenemos que defender a como dé lugar, contra los ataques de quienes no saben o no quieren saber.

Jesús, Dios encarnado, da sentido y valor a todo lo que somos, a lo que hacemos, a lo que pensamos, a lo que sentimos, a lo que decimos.

Jesús, Dios encarnado, da sentido y valor a nuestras tristezas y a nuestras alegrías, a nuestros esfuerzos, a nuestras luchas, a nuestros sufrimientos, a nuestros triunfos y a nuestros fracasos, a nuestras dificultades y problemas.

Jesús, Dios encarnado, da sentido y valor a nuestro pasado, a nuestro presente, y a nuestro futuro.

Jesús, Dios encarnado, da sentido y valor a nuestra vida y también a nuestra muerte. Con él y en él lo tenemos todo. Sin él no tenemos nada; no somos nada.

Jesús, Dios encarnado, es nuestra más grande y bella esperanza. Poner en él nuestro corazón y nuestra vida nos hace felices plenamente, aunque tengamos que pasar dificultades, como en este momento estamos padeciendo todo el mundo por causa de la pandemia del covid-19.

El gran misterio de Dios que bajó de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.

Queridos hermanos, sigamos reflexionando sobre la grande y maravillosa riqueza del misterio de la Encarnación, para permitir que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a la imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros, que lo podemos contemplar en la imagen del Santo Cristo del rostro sereno. Dios les bendiga.

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