Hace poco más de un año, el papa Francisco se dirigió a los miembros del proyecto Custodi del Bello, Custodios de la Belleza, iniciativa promovida por la Conferencia Episcopal Italiana que busca promover una actitud de cuidado, atención y compromiso personal y comunitario para proteger y preservar todo lo valioso: a las personas, los bienes y el medioambiente.
En ese encuentro, Francisco compartió un discurso del cual se pueden desprender conceptos valiosos para el hombre y la sociedad occidental. Palabras que desnudan una nueva forma de ser orientada hacia la plenitud de la existencia.
Resaltó en su discurso la invitación a que organizáramos nuestro hacer y estar aquí en torno a dos grandes finalidades: custodiar y belleza. Dos finalidades que nos llaman a comprender la enorme responsabilidad que esto implica y que esta responsabilidad no implica renunciar a la alegría y al gozo.
Debemos comprender que la responsabilidad, por seria que sea, no descarta la jovialidad en su desempeño; todo lo contrario, profundiza el compromiso. Vivimos tiempos de evasión, de no asumir compromisos, de no echar raíces.
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Custodiar significa proteger, señaló el papa. Efectivamente, la palabra custodiar proviene del latín custodia, que significa «guardia» o «vigilancia», y esta a su vez deriva de custos, que significa «guardián» o «vigilante». Sin embargo, Francisco fue un paso más allá.
No se trata solo de vigilar, sino de hacerlo desde una actitud de atención rigurosa, y esto conduce a una vigilancia mucho más profunda. La atención, quizás recordando a Simone Weil, es una forma de amor, un acto de profunda generosidad y una forma de oración, que requiere una apertura sin apego y una disposición receptiva del alma.
Por ello, comprendió Francisco que quien custodia mantiene los ojos bien abiertos, no tiene miedo de dedicar tiempo, de involucrarse con la inteligencia y el corazón que van despertando, a su vez, nuevas capacidades y competencias.
Solo desde la atención puede el hombre escuchar el gemido de sufrimiento de la Creación (cfr. Rm 8, 22). Sentir a flor de piel el clamor de los numerosos pobres de la tierra, a cuyo llamado acude sin la interesada voz de la ideología en su corazón que lo aleja de las decisiones serias y eficaces para promover el bien y la justicia.
Francisco tuvo muy claro que la belleza nace de la verdad interior y del bien, no de la apariencia superficial, y se manifiesta en el cuidado de la creación, el servicio al prójimo y la búsqueda de la verdad y la bondad en la relación con los demás. La belleza es una vía que comunica al hombre con su identidad más profunda, aquella que lo hace sentirse verdaderamente amado por Dios.
Impulsándolo a ser instrumento de ese amor que puede permitirnos ver desde los ojos del Señor: «Porque tú vales mucho a mis ojos, yo doy a cambio tuyo vidas humanas; por ti entregaría pueblos, porque te amo y eres importante para mí» (Is 43, 4). Al ser tocados por esa posibilidad de abrirnos a la belleza auténtica, el hombre se vuelve artista que con sus ojos mira y sueña a la vez,
Francisco reconoce el don del talento artístico que no es otra cosa que la respuesta afirmativa a la belleza a la que el Creador lo ha llamado. Dejarse conquistar por la gratuidad de esa belleza que alimenta la calidad de vida de las personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua.
Ser custodios de la belleza es dar testimonio en la atención a la Creación, en especial, a aquellos que están excluidos, heridos, rechazados en nuestras sociedades. Estamos cerrando un año. Tiempo propicio para revisar nuestra conciencia a la luz de estas palabras y establecer nuestro compromiso al llamado a ser custodios de la belleza. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga