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De Pascua a Pentecostés

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La Pascua de 2025 fue recibida por el saludo y bendición “urbi et orbI” de Francisco, su voz acallada por la enfermedad no le impidió dar apertura a la cincuentena pascual luego de la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Con un esfuerzo sobrehumano, hizo el recorrido por la Plaza de San Pedro, a modo de despedida de la gente que allí estaba y que, a la vez, representaba al urbe entero. Al día siguiente, a primeras horas del día, aceptó la llamada del Padre y entró en la Casa de la eternidad. Fue un momento donde se entremezclaron los sentimientos de tristeza y congoja por el fallecimiento de un Papa cercano y amigo, junto con la alegría del aleluya del Resucitado.

Comenzaba el tiempo de la cincuentena pascual que culmina el día de Pentecostés. Entonces, la oración y reflexión de la Iglesia fue convirtiendo la tristeza en triunfo de la esperanza al ver realizada en Francisco la promesa de salvación para todos los seres humanos. Es como si lo que el mismo Francisco estuviera cumpliendo lo que había propuesto para el Año Jubilar: “La esperanza no defrauda”.

Lea también: León XIV: “En el seno de las familias está el futuro de los pueblos”

Pocos días después, cumplidos los normales protocolos de la Iglesia, el Espíritu Santo nos dio el don de un nuevo Obispo de Roma y Pontífice de la Iglesia: León XIV. De nuevo, se entremezclaron los sentimientos: desde la humana sorpresa hasta la gratitud al Señor por darnos un nuevo Pontífice. En sus manos, Dios mismo le colocaba tanto el cayado de pastor como las llaves de la Iglesia, por ser sucesor de Pedro. Y, con su sencillez llena de la decisión de la fe y de su amor por la Iglesia, aceptó guiar a la Iglesia, teniendo como lema episcopal “in illo uno”.

La Iglesia conmemoraba la Pascua y se encaminaba, con “la esperanza que no defrauda” hacia Pentecostés, festividad con la cual no sólo expresaba desde siempre su madurez como Cuerpo de Cristo. También se comenzaba a cumplir el mandato misionero de salir hasta los confines de la tierra para anunciar el evangelio y extender la obra de salvación del Señor Jesús. Y a León XIV, le toca dirigir a la Iglesia desde la experiencia de la Pascua y Pentecostés en estos tiempos, nada fáciles para la humanidad y la Iglesia, pero contando con la multiforme gracia de Dios.

Su primera aparición ya marcó una actitud: la del Buen Pastor que saluda y se compromete con la Paz: “La Paz esté con todos Ustedes”. No se trataba de un simple saludo o una manifestación protocolar: Queridos hermanos y hermanas, este es el primer saludo de Cristo resucitado, el Buen Pastor, que ha dado la vida por la grey de Dios. También yo quisiera que este saludo de paz entre en sus corazones, llegue a sus familias, a todas las personas, dondequiera que estén, a todos los pueblos, a toda la tierra. ¡La paz esté con ustedes! (…) Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y una paz desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, Dios que nos ama a todos incondicionalmente.

El domingo del Buen Pastor, el Sucesor de Pedro en la homilía de su celebración eucarística en las criptas vaticanas, vuelve a presentarse como imagen de quien es capaz de dar la vida por sus ovejas: Pienso en el Buen Pastor, sobre todo en este domingo tan significativo del tiempo pascual. Mientras celebramos el inicio de esta nueva misión, del ministerio al que la Iglesia me ha llamado, no hay mejor ejemplo que Jesucristo mismo, a quien entregamos nuestra vida y de quien dependemos. Jesucristo, a quien seguimos, es el Buen Pastor, y es Él quien nos da la vida: «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

Con esta declaración, León XIV está señalando cuál va a ser su actitud: actuar en el nombre de Dios, cuya Paz “desarmada y desarmante” es la que quiere hacer sentir a través de su ministerio petrino. Sólo puede imitar a Jesús como Buen Pastor para dar la auténtica paz, quien lo reconoce, confiesa y es capaz de actuar en su Nombre. Así lo hizo saber a los Cardenales en la Concelebración Eucarística del día siguiente de su elección: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.

El nuevo Pontífice es consciente de estar en un mundo nada fácil que no reconoce la Persona de Cristo ni su divinidad, sino que lo llega a ver como un líder importante más. Por eso, no será fácil la misión o tarea recibida: debe dar a conocer el designio salvífico del Padre anunciando el Evangelio de la vida y la libertad. Es lo que quiere decir, en el fondo, al mostrarse como reflejo del Padre, pues quien lo ve a Él ve al Padre, según nos relata Juan. Al igual que el Apóstol, León XIV ha de seguir el camino trazado por la respuesta de aquel: Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad.

En este sentido, el nuevo Papa le pide a los Cardenales y a la Iglesia toda que les acompañen en esta misión que se ha de vivir en comunión y unidad.

El 18 de mayo de 2025, León XIV comienza su ministerio petrino: En su homilía indica el camino que se debe seguir. Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia… Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro. Es muy preciso: no llega como un funcionario o un potentado, sino como un hermano con la voluntad de hacerse servidor, capaz de caminar por el camino de Dios. Para poder realizar esto, tiene dos propósitos: amor y unidad. La unidad la ha propuesto ya en su lema episcopal… pero, se puede deducir que es difícil vivir la unidad, tanto con Dios como con la humanidad, si no hay amor. En el fondo, es el propósito de cualquier ministro imitador del Señor, quien ha pedido en su oración sacerdotal que todos sea uno, como el Padre y Jesús lo son… y todo por amor. Ese amor que es la verdad con la cual son consagrados los discípulos de Jesús y, entre ellos, Pedro.

Pedro, a pesar de su debilidad, es capaz de entender la razón de ser de su ministerio: el amor que se hace ofrenda por la salvación de todos: Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos… A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.

Conociendo sus primeros propósitos y animados por el amor que todo lo puede y vence, el Papa nos pone una tarea, en forma de deseo, pero que hemos de cumplir con fe y esperanza: Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado… En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz… Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo… Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio.

Pero nada de lo antes señalado se puede realizar sin la acción del Espíritu Santo Consolador. De esto es consciente el nuevo Pontífice y lo transmite a la Iglesia. Desde los mismos inicios de la Iglesia, el Espíritu Santo se hace sentir en la Iglesia. Es el sentido y razón de ser de la Iglesia y así lo celebra el día de Pentecostés. Asimismo, desde los comienzos, junto con Pedro, Santiago y los demás apóstoles, fueron capaces de contar con el Espíritu y participar con Él como con un gran Nosotros (cf. Hech. 15) del cual es la fuente de luz.

Por eso, León XIV recuerda algunos elementos de la acción del Espíritu: También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14,23-29), diciéndonos que, en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, “enseñándonos” y “recordándonos” todo lo que Jesús dijo (cf. Jn 14,26)… En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor grabándolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley que ya no está escrita en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jr 31,33); don que nos ayuda a crecer hasta transformarnos en “una carta de Cristo” (2 Co 3,3) los unos para los otros. Y es efectivamente así: nosotros somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por Él, permitiendo a la potencia del Espíritu purificarnos en lo más íntimo, haciendo que nuestras palabras sean simples y sin doblez, nuestros deseos honestos y limpios, nuestras acciones generosas… Y aquí entra en juego el otro verbo, “recordar”, es decir volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en el significado y saborear su belleza.

Es hermoso poder ver cómo este camino de la cincuentena pascual ha estado signado por la elección de un nuevo Obispo de Roma y la gratitud hacia quien hoy ha entrado en la Vida Eterna, Francisco. Desde la Pascua hasta Pentecostés hemos podido experimentar bonitas expresiones de la gracia de Dios. Nuevamente el Señor se nos ha mostrado como lo que es y lo sigue haciendo valiéndose para ello de la sencillez de un hombre que supo decir “sí” para el servicio del pueblo de Dios. En este domingo de Pentecostés lo estaremos poniendo en las manos del Padre a fin de que pueda cumplir la misión recibida.

Damos gracias a Dios. Sigue haciéndose presente en medio de nosotros y, entonces, podremos reafirmar nuestra respuesta a la misión evangelizadora bajo la guía de un buen pastor. Como lo dijo, en su primera eucaristía concelebrada con los cardenales es motivo para reconocer la grandeza de Dios: Quisiera repetir la frase del salmo responsorial: «Canten al Señor un canto nuevo, porque Él hizo maravillas» (Sal 98,1). Y en efecto, no sólo conmigo, hermanos míos cardenales, sino con todos nosotros, como lo celebramos esta mañana… Los invito a reconocer las maravillas que el Señor ha hecho, las bendiciones que el Señor sigue derramando sobre todos nosotros, a través del ministerio de Pedro.

 Mons. Mario Moronta Obispo emérito de la Diócesis de San Cristóbal

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