El Credo Niceno-constantinopolitano es una hermosa declaración dogmática de los contenidos de la fe cristiana promulgada entre los concilios de Nicea y Constantinopla. También lo llamamos el “credo largo” para diferenciarlo del corto, llamado Credo de los Apóstoles que es con el que nos hemos familiarizado más. En este credo largo hay una línea que me ha causado intriga desde que lo escuché por primera vez hace muchos años. En la primera sección, cuando nos afirmamos en la creencia de un Dios Creador del cielo y de la tierra, repetimos “… de todo lo visible y lo invisible”. Por supuesto, no hay ningún problema en creer en lo visible. Nos refiere el Catecismo de la Iglesia Católica que “Dios mismo es quien ha creado el mundo visible en toda su riqueza, su diversidad y su orden”.
Ese mundo visible vive desnudo ante los sentidos del hombre que lo perciben en sus más básicas dimensiones. Mundo cuya existencia no se discute. Ni siquiera el más ciego de los ciegos puede señalar la inexistencia de los árboles, de los pájaros, de los ríos, del mismo hombre, corona de la Creación. Sin embargo, así como hay un mundo visible, hay otro invisible que existe tanto, o más, que el mundo visible, y lógicamente, allí sí existen serias y profundas realidades que comprometen nuestra racionalidad moderna.
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En los últimos años, desde el corazón de la ciencia, vienen haciéndose señalamientos que buscan evidenciar la existencia de ese universo invisible, por ejemplo, la llamada Física Cuántica que nos habla, incluso, de universos dentro de otros universos que cohabitan en nuestra realidad. El gran problema es que nuestros sentidos están muy cómodos, agazapados en la rutina de contemplarlo todo desde nuestras limitaciones que consideramos más que suficientes para vivir y, en parte, es así, podemos vivir con esas limitaciones a cuestas, pero vivir no es necesariamente saber vivir.
No se puede vivir profundamente si, de entrada, nos negamos a acceder a esos espacios que están, que existen, pero que nos hemos negado a ver y vivir, y al negarnos a ello no podemos disfrutar de la plenitud de la vida misma. La vida está cargada de una riqueza a la que no podemos suscribirnos como ocurrió con aquellos que bajaban de Jerusalén a Emaús, pues “tenían los ojos incapacitados” (Lc 24,16) para reconocer a la Vida que caminaba a su lado.
Antropológicamente, existe una respuesta que explica de manera muy clara por qué, poco a poco, el hombre ha venido perdiendo esa capacidad de ver más allá de lo tangible. Sin embargo, esto sobrepasa el ámbito de lo humano, aunque nace, sin duda, en lo más humano. Hemos venido perdiendo la capacidad de evidenciar el mundo, ya que, muy a pesar de que el mundo es, en parte, lo que vemos, también es aquello que no hemos podido ver y necesitamos aprender a ver. En el fondo del silencio de las cosas hay voces esperando oídos que puedan apreciar su existencia, y es que la existencia está esperando, muchas veces, al final de la mirada, en sus límites, pero nuestra mirada se ha vuelto frágil.
Hemos limitado la riquísima práctica de lo sensible hasta lo más elemental, erradicando al hombre de poder experimentar la experiencia plena de la vida que también encierra elementos, si se quiere, mistéricos que nos aproximan a la posibilidad de vivir la plenitud de la fe. La experiencia sensible es el puente que conecta al ser humano con la realidad dentro de la cual está inmerso, en cuanto a que es ella quien lo constituye como ser y, por si fuera poco se transforma en fundamento de toda posibilidad de conocer y de pensar. Paz y bien.
Valmore Muñoz Arteaga