Hablar de “deseo” en la vida espiritual es tener claro, que el término en sí mismo no es malo, ni bueno. Todo estará determinado por el “orden” que se dé al deseo. Abandonarse en los deseos sin control, lleva a tener una vida sin freno, movida por los impulsos. Pero si los organizo y proyecto, dan un buen resultado.
Deseo y voluntad
El deseo es necesario para la voluntad. El deseo proporciona fuego, contenido e imaginación a la voluntad y ella proporciona al deseo autodirección. Por tanto, la voluntad sin deseo pierde su vitalidad.
El deseo y los afectos son la fuente de toda actividad y son elementos importantes en la vida psíquica, intelectual y espiritual. Ellos dan sabor a la vida. Santo Tomás de Aquino asocia “el deseo” al acto de ver, ya que es una acción selectiva, se detiene en aquello que percibe el corazón: “donde hay amor, allí se posa el ojo”.
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El deseo puede proporcionar fuerza, esperanza, valor frente a las dificultades, dando gusto y color a las acciones. Cuando falta el deseo, aparece una línea divisoria entre lo que proyecté y logré, y aquello donde solo tuve buenos propósitos. La falta de deseo, hace que muchos de nuestros proyectos no lleguen a lograrse.
El deseo puede atraer el sufrimiento a la vida, mediante situaciones donde la apertura y la expresión de su ser y de algo importante para la persona en convivencia con otras, le ha golpeado en el corazón, pensemos en un afecto no correspondido, una amistad traicionada, un gesto no comprendido.
Deseo vs Deber
Un comportamiento bueno es válido cuando es fruto del deseo de la bondad, es decir, más importante que ser bueno, es tener el deseo de serlo. El deseo nos ayuda en la capacidad de cambiar, colocar orden en el desorden de nuestra vida.
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Por ello, cuando el mundo de los deseos no encuentra espacio en la vida interior, podemos reducir nuestras acciones a un acto movido por “el deber”, pero siendo incapaces de gustar y alegrarnos con lo que realizamos.
Quien vive en estado de alerta, con miedos por los posibles peligros y cayendo en sospecha de todo lo que sucede a su alrededor, no solo vive en un profundo pozo de miedo, no dejando paso a lo gratuito, a la providencia, a vivir dejándose sorprender por lo bello que ofrece la misma vida.
Para una persona rígida, es difícil poder disfrutar de las cosas sencillas de la vida, como ver la televisión, salir a compartir un café con amigos, ayudar a otra persona en su necesidad. Tener este deseo de vivir, es catalogado como un apoltronarse, para esta persona es más importante “el deber que el deseo”.
La rigidez es guiada por lo que es justo, válido y generoso, pero no está invadido de la belleza de la cosa, la generosidad o el aprecio por la justicia, sino del deber que la obliga a hacer algo bello, generoso y justo. Un ejemplo, es planificar un viaje, sino me mueve el deseo de salir a conocer, disfrutar, descansar y contemplar; puedo pensar que ese viaje puede ser una frivolidad y pérdida de tiempo, dentro de mis tantas obligaciones.
Otros ejemplos nos pueden orientar: es quien ora por deber, no busca una relación con Dios, sino busca sentirse tranquilo. Asimismo, quien trabaja para reconocerse a sí mismo que ha trabajado y no para hacer cosas que tienen sentido en su vida. No le importa escuchar a los demás, sino poder decirse o decir a los demás lo que ha escuchado. No le importa leer para formarse, sino poder decirse a sí mismo que ha leído. Esto lleva a sentir la vida como una obstinación, pasando de la rigidez al rechazo de “vivir” la vida.
Por tanto, si la vida no se vive desde el desear lo bueno, lo bello y lo verdadero desde la propia realización como persona y luego como cristiano en el compartir la vida, puede pasarnos que vivimos sin ilusión, ni alegría, ni entusiasmo. Hemos vivido solo para nosotros, de forma rígida y egocéntrica. No hemos vivido con los demás. La clave está en el deseo de vivir ofreciendo lo que somos, viviendo el ágape que permite donarse para dar vida y que todos tengamos vida en abundancia.
Pbro. Jhonny Zambrano