Ha muerto el Papa Francisco. A pesar de que era algo no querido, pero esperado, igual me conmovió hasta las lágrimas. Por un instante, me sentí, no solo desorientado, sino huérfano. Sentí como si, por un instante, algún componente de mi brújula espiritual se hubiese descompuesto o, más bien, detenido.
Por un asunto de madurez, cuando llegó a la Cátedra de San Pedro, me prometí seguir y obedecer a aquel hombre que me resultaba desconocido, pero que, al haber escogido como nombre Francisco, por el pobre de Asís, inmediatamente se ganó mi confianza. Me sentí en buenas manos. Así que, desde ese momento tan humano en el cual pidió que rezáramos por él, me establecí acompañarlo.
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Al comienzo, confieso, fue sencillo. Su discurso se ajustaba perfectamente al mío. La Iglesia pobre para los pobres es también la mía. Por otro lado, ese don tan particular que tenía para decir de manera tan simple lo que es tremendamente complejo, no solo me enamoró, sino que quise copiar, ya que yo, qué puedo hacer, soy todo lo contrario.
Su voz, su rostro que te contemplaba desde un amor que no juzga, su silencio que te acompaña y no te deja solo, fueron un puente para ennoblecer mi corazón que, en ese momento, descubrí duro y frío, lejano y ajeno. Un corazón dispuesto, sin duda, pero muy inmaduro en aspectos de la fe que están conectados directamente con la confianza en Dios.

Luego, supongo que es normal en toda convivencia, llegaron los momentos en los cuales me pareció que se trazaba distancia con la doctrina católica. Declaraciones, comentarios, líneas dispuestas en sus escritos, parecían confirmar que el Papa Francisco se encontraba cuestionando la tradición y la doctrina de la Iglesia.
Nunca, en ningún escenario, llegué a afirmar esto que sentía. Honestamente me daba miedo romper mi comunión con él, lo cual equivale a romper con la Iglesia. Viví ese tiempo con mucha amargura, incluso, con mal humor.
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Confieso que pensé en irme de la Iglesia. Probar otros caminos, pero no existen otras rutas donde pueda contemplar a la Virgen, ni vivir la vida que solo brinda la Eucaristía. Entonces, decidí volver a sus palabras, a las de Francisco, pero no con ánimo inquisitorial, sino más bien, de apertura. En Evangelii Gaudium escribe: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo”. En ese momento, en esas lecturas hechas con otra disposición comprendí que el problema era yo. Mi corazón estaba completamente endurecido y sin darle oportunidad al amor de Cristo que llegaba con ternura desde el corazón de este hombre.
Entonces, con lágrimas de alegría, comprendí a este hombre que hacía grandes esfuerzos por rescatar del corazón de la fe palabras que estaban en desuso en este tiempo, en este mundo. Misericordia, confianza, fraternidad, amistad, amor, corazón, belleza, verdad, justicia, diálogo.

Francisco se transformó en una espina en mi corazón, cuya punzada me ponía en camino hacia un horizonte donde cielo y tierra se abrazan. Un horizonte para el diálogo, la contemplación y el encuentro. Un horizonte que es mi corazón, ese recinto interior donde puedo acercarme al corazón de Cristo para sentir sus latidos.
Francisco me llevó a la tensión conmigo mismo para descubrirme como una especie de fruto seco. Su peregrinar, inflamado con la alegría del Evangelio, fue despertando, poco a poco, mi retorno al universo poético que me ayuda a ser más humano, pero un humano que intenta vivir la vida con sabor a Evangelio, que mira, como miraba Francisco, desde un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio, pero también de la ideología, de las distintas formas de comprender la vida y a los demás en su propio movimiento. Gracias, Francisco. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga