Paradójicamente, cuando pienso en el silencio, la música de Claude Debussy me viene como un rayo a la cabeza. Su música está llena de silencio, de silencio cristalino, de brillante silencio, y a través del silencio pareciera querer penetrar en lo impenetrable, como si intentara descifrar, entre notas complejas, sus propios pasadizos transparentes, como si se tratara de la oración del más fiel y reflexivo de los creyentes. Me sumo al paso sutil de sus notas y percibo como si con ello pudiera arribar a lo innombrable, como si pudiera caminar hacia el fondo del bosque, hacia ese otro lado en el que ya no se encuentra nada y todo, donde no quedan rastros, donde la palabra muere para que nazca la palabra.
Lo mismo que me sucede con Debussy y el silencio, me sucede con Wittgenstein y sus palabras cargadas de silencio espeso, oscuro, pero tan luminoso. Wittgenstein me habla calladamente de la necesidad de hacer silencio, de las múltiples virtudes de callar. De lo que no se puede hablar, escribirá en su Tratactus Lógico-Philosophicus (1923), hay que callar. Ahora, de qué no se puede hablar en una cultura dentro de la cual hablar, emitir opiniones, decir algo, lo que sea, pero decirlo, es casi una obligación. Creo que hace referencia a que lo ubicado fuera de los límites de la palabra no puede ser nunca alcanzado y que, por supuesto, es necesario aprender a renunciar a lo que se encuentra más allá de toda comprensión.
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Piensa que existe un universo inabarcable por “el principio de realidad del lenguaje”. Un mundo inhóspito con el cual, al menos aparentemente, no hay ningún tipo de conexión o, a lo mejor, sí la hay, pero nos resulta angustiosamente difusa, vaga, borrosa que parece peregrinar “por otros cauces” más allá de lo semántico, de lo significativo, de lo real. Entonces ¿podemos ir mucho más lejos? ¿Hay un otro lado del lenguaje? De ser así, entonces, nos queda claro que, el lenguaje que conocemos no es toda la realidad humana. La realidad parece no agotarse en el lenguaje conocido por los hombres y, mucho más importante todavía, que a la realidad y a la verdad no solo se llega por medio de las palabras, allí otra vuelta a la sentencia de Wittgenstein, es decir que, al perecer, el lenguaje es precisamente tal porque expresa el silencio.
Cristo, así lo cuenta el Evangelio, en varias oportunidades se alejó [del mundo y sus palabras] para orar, para entrar en contacto con la fuente, con el origen, con el fundamento de todo, ya que, sospecho, solo la palabra salida del silencio es una palabra real y realmente dice algo. Como me ocurre con la música de Debussy, hay Silencio en toda Palabra. No digo con esto palabra silenciosa, estoy tratando de decir palabra del silencio. El silencio es el otro lado de la palabra y a ese otro lado es menester acudir ante tanto escándalo vacuo.
El silencio, advierte Raimon Panikkar, no puede ser mencionado sin ser destruido, puesto que es incompatible con el habla. Hallar el silencio es vaciarnos de palabras. En las Sagradas Escrituras nos invitan en muchas oportunidades a ser prudentes, esto es, a guardar silencio: “Si te has ensalzado por necesidad y si luego has reflexionado, ponte una mano en la boca” (Pr 30, 32). El silencio es la fuente de todo. Si primero fue el Verbo, si el Verbo fue antes que todo, entonces, antes que el Verbo fue el silencio y si la palabra es el sacrificio de ese silencio, pues, hay que procurar que la palabra diga algo, es decir, encarne sentido trascendente. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga