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JUEVES SANTO: EL AMOR SUSCITA LA ESPERANZA

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Después de nuestro itinerario cuaresmal, nos introducimos en el Triduo Pascual para hacer memoria de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, el Cristo. La tradición de la Iglesia lo hace comenzando con el recuerdo cariñoso de la Última Cena, donde el centro motor de todo es el amor. Dios, quien es Amor, lo realiza patentemente y de manera radical. De acuerdo a la tradición que todos hemos recibido, según nos lo rememora Pablo, celebramos la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio de la nueva alianza. Todo esto en el marco del mandamiento nuevo del amor.

Ese mismo amor suscita y sostiene la esperanza de todos y cada uno de nosotros. El tener presente el evento de la pascua liberadora de Yahvé para con su pueblo esclavizado en Egipto y conmemorado anualmente con la cena de la pascua, nos permite entender el significado de la auténtica esperanza. Esta no es una especie de resignación o conformismo en la espera de que alguien llegue a solucionar nuestros problemas. En la cena de la pascua judía se encuentra dibujada en algunas figuras el sentido de la esperanza: salir de la opresión y enrumbarse hacia la tierra prometida; luego los profetas, proclamarán que ese evento, sellado por la alianza del Sinaí, conlleva la pronta llegada del liberador por excelencia, el Mesías salvador.

Al participar de la cena pascual, algunos de los símbolos que se tienen nos hablan de esa actitud de esperanza propia del creyente y de quien vive la alianza: las sandalias amarradas en el cinto hablan de la disposición de salir pronto a la libertad; el pan ácimo y las hierbas amargas nos indican que no hay tiempo que esperar; así como el comer de prisa, para estar atentos al paso del Señor. A la vez, el rociar las puertas con la sangre del cordero inmolado avizora la alianza que se realizará entre Dios y su pueblo.

Cada Jueves Santo, con los ritos de la Liturgia, hacemos memoria de lo acontecido en el Cenáculo. Es la cena pascual nueva que podrá repetirse cada domingo e incluso cotidianamente. La nueva Pascua que abre las puertas a la definitiva y plena liberación. Así como aquella primera cena pascual marcó la manera de celebrarla, de igual manera esta nueva cena pascual destaca algunos símbolos de la nueva pascua: ya no hay que quitarse las sandalias, pero sí lavarse mutuamente los pies para demostrarse mutuamente que, en el servicio, se da una identificación con el liberador, Cristo. No se come al cordero inmolado, sino el cuerpo de Cristo y se bebe su sangre con la que se sella e inaugura la nueva alianza. Y, con el regalo del sacerdocio, se proyecta para siempre la fuerza de esta pascua, como lo ordena el Señor: HAGAN ESTO EN MEMORIA MÍA.

Ambas celebraciones, la de la antigua y la nueva pascua, son expresión extrema del amor de Dios. En aquel momento, cuando Dios ha escuchado el clamor de su pueblo oprimido; en la de este tiempo, porque hace realidad la promesa de enviar a su Hijo no para condenar sino para salvar. Ese amor divino nos envuelve a nosotros: desde la invitación a lavarnos mutuamente hasta el hacer memoria de ese evento de gracia, para así demostrar que somos discípulos. Horas después, en la Cruz nacerá la nueva creación por la que nos convertimos en hijos de Dios Padre. Así lo celebrado y vivido en la cena de la nueva pascua adquiere una dimensión insólita: vamos más allá de lo esperado. Dios nos asocia a su divinidad y nos da la auténtica libertad que nos permite entrar en comunión con Él y con los hermanos.

La cena de la nueva pascua se convierte para los discípulos en el anuncio profético de lo que va a acontecer: la liberación de la humanidad y la llegada de algo definitivamente nuevo. Para nosotros, al hacer memoria continua de ese acontecimiento, la profecía sigue haciéndose permanente de generación en generación. Todo gracias al amor de Dios.

Por otra parte, es un hecho que alienta y sostiene nuestra esperanza. En muchas ocasiones hablamos de la Eucaristía como el viático para el camino hacia el encuentro con Dios en la Casa de la eternidad. Insistimos que es un adelanto al banquete del reino. Cierto que todo esto es verdad. Y, desde este horizonte alienta nuestra esperanza, porque nos permite darnos cuenta que caminamos; es decir, crecemos en la experiencia del amor de Dios. Crecimiento fraterno para mostrarnos en plena comunión con Dios y entre nosotros. Y, junto a esto, nos sentimos herederos actuales de la fuerza liberadora del Crucificado glorificado con la resurrección.

Al recordar que con la eucaristía estamos llamados a lavarnos los pies y amarnos fraternamente, en verdad fortalecemos nuestra esperanza. Desde allí surge la fuerza renovadora de una esperanza que nos permite seguir luchando por la liberación de todos; mejor aún, nos hacemos eco del grito de Cristo “TODO ESTÁ CUMPLIDO” con el cual tenemos el aliento para vencer a la opresión, la tiranía, la corrupción y tantos enemigos que están despreciando la dignidad de toda persona humana. La cena de la nueva pascua la podemos y debemos celebrar no por puro trámite o sólo cumpliendo los ritos que sean necesarios: es el evento que en el hoy de cada día nos recuerda que estamos asociados victoriosamente al Cordero Pascual inmolado. Con ello, es cena de fraternidad y adelanto de la plena liberación a la que hemos sido llamados y consagrados.

Hoy nuevamente, la Iglesia nos invita a hacer nuestra la intencionalidad del Maestro que al instituir la Eucaristía nos garantizó que todos somos hijos de Papá Dios y podemos caminar a su encuentro. De allí que nunca debemos celebrar esa nueva pascua eucarística sin la conciencia de nuestra libertad en el amor de Dios. Para ello, precisamente nos dijo Jesús. HAGAN ESTO EN MEMORIA MÍA.

+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTÓBAL

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