Supe de la existencia de las tres maneras o grados de la humildad propuestas por San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales en una biografía sobre la Madre María Félix Torres. En un testimonio que sobre la madre ofreció el padre Francisco Arruza S.J., vicerrector de la Universidad Católica Andrés Bello, según el cual ella era una encarnación del tercer grado de humildad establecido por San Ignacio. Revisé los ejercicios y leí de qué se trataban estos grados. No solo comprendí el talante de la fundadora de la Compañía del Salvador, sino también mi propia nimiedad, mi miseria, mi enanismo espiritual.
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Haciendo un ejercicio de honestidad, sin temor a las consecuencias, hay que reconocer nuestra lejanía, al menos la mía, de lo que significa, pero sobre todo, exige, la tercera manera de humildad. Por supuesto, leer aquello nos estimula el deseo de seguir cada palabra; sin embargo, normalmente todo queda en un “querer y elegir”. Nada más su formulación implica una dificultad radical, en especial, en estos tiempos tan ajenos al compromiso, al sacrificio, pero tan ligados al consumismo vano y elemental.
Grados
En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos propone tres maneras, grados o niveles de humildad, o de amor en cierto modo. En el primer nivel, el hombre decide por Cristo por interés propio. Se ha dado cuenta de que vivir para él y para su causa es la mejor manera de brindarle sentido y plenitud a su vida, una vida concebida desde una libertad auténtica. Esta humildad es necesaria para la salud eterna. En el segundo nivel, la entrega a Jesús y a su causa es más insistente y decidida. Aquí no prevalece el interés del propio hombre, sino el de Cristo.
El tercer grado de humildad se caracteriza porque la amistad y el cariño por Cristo se profundiza hasta el extremo alcanzando así servir lealmente a Cristo, decidiendo lo que más de cerca se parezca a Él. Optar por donde haya más pobreza, humillación y menosprecio, no por otra razón sino por el hecho de que Él fue pobre, sobajado y despreciado. Decidir por Él y no por el mundo, aunque esto suponga un signo de contradicción. Estos niveles o grados son niveles o grados de amor a Dios que va desde un amor fundamental, pasando por una indiferencia que nos posibilita una gran libertad, hasta alcanzar una humildad o amor perfectísimo que busca imitar a Cristo en todo.
Humildad
Uno de los sonetos religiosos más célebres de la lengua española es aquel llamado “No me mueve, mi Dios, para quererte”. Ciertos documentos antiguos, tanto manuscritos como impresos, atribuyen a San Ignacio de Loyola, junto a San Francisco Javier y otros autores, la responsabilidad del mismo. Ese soneto, al igual que el resto de los escritos de san Ignacio, nos revelan una escritura de estilo simple y preciso, muy claro, sin adornos ni florituras. Una palabra que respondió al amor que está crucificado en la cruz. No busca persuadir por la vía de emociones simples, ni los afectos, sino con la realidad de los hechos.
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Un amor apasionado, una humildad, que se desprenda de la profunda belleza de cristo sufriente en la cruz. Una belleza cargada con la luz de imperfecciones que, de alguna manera, recuerdan a Santa Teresa de Jesús. Imperfección que José Ortega y Gasset explica muy bien al afirmar que “escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática”. Una escritura desprendida de una humildad extrema que se reconoce como “corrupción y fealdad corpórea; como llaga de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan torpíssima” (EE, n58) Paz y bien.
Valmore Muñoz Arteaga