Cuando se habla de deseo, hacemos alusión también a una tendencia a la acción para alcanzar un bien del que se carece. Esto significa que el deseo de hacer algo constituye una parte del vivir. Por otra parte, aparecen los límites. Los deseos llevan al hombre a una expansión continua de lo que quiere y busca, mientras que los límites son una progresiva reducción de las posibilidades para que se dé. La vida se mueve en dos direcciones fundamentales y simétricas que a su vez se contraponen entre sí mismas: el deseo y los límites.
El mundo de los deseos hace sentir al hombre que es potencialmente infinito, al nacer puede aprender cualquier idioma, desear cualquier proyecto, se puede abrir a un abanico de posibilidades, desde su vocación humana hasta su profesión, un deseo abre la puerta a diez mil deseos más y no conoce la palabra final, parece acrecentarse con el pasar de los años. La lectura ayuda a esto, las relaciones sociales de amigos y conocidos son una experiencia que nos abre a esta realidad. Aquí la imaginación y la fantasía están presentes en el pensamiento humano.
Le puede interesar: San Juan Pablo II: «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»
En este sentido, es propio del deseo expandirse en una continuidad de hechos y relaciones, lo que nos permite experimentar varias sensaciones que se abren a la posibilidad de vivir experiencias sin llegar a decir, hasta aquí. Pero en este proceso, aparece en un momento el cansancio y la desilusión, es decir, percibimos que hay unos límites, donde el tiempo comienza a redireccionar el sentido sin límites del deseo.
Esto origina que iniciamos a redireccionar los deseos y vamos eliminando algunas posibilidades. El tiempo va pasando y van quedando personas e historias, escenarios y momentos. Esto lleva a un aprendizaje, vemos que la vida pasa y nada es permanente, todas las posibilidades que pueden parecer tan amplias se van reduciendo. Si el deseo es el florecer de la vida que se conserva fresca, la limitación introduce la noción de muerte en los proyectos posibles, marcando lo definitivo en el sentido de un no retorno, con un cierre de posibilidades.
Puede parecer esto un discurso triste y fatalista, porque pareciera que lo único seguro en la vida es la muerte. Es necesario saber que el deseo y los límites constituyen dos aspectos inseparables, van siempre juntos. Esto nos demuestra que la experiencia es real y no pura fantasía. Sin límites no hay orden y estabilidad.
Lea también: Wojtyla, el poeta
La creación, nos recuerda el Génesis, describe una serie de límites que Dios establece, los cuales permiten que se desarrollen las distintas formas de vida. Reconocer los límites no significa penalizar el deseo, es concretarlo donde cada uno se ve obligado a elegir entre las muchas posibilidades que podría hacer realidad.
Tomar una decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse. En la vida es necesario decidir, porque el bien siempre en concreto, así como la inteligencia es selectiva, no busca conocerlo todo, sino que restringe el campo, centrándose en lo que ha reconocido como fundamental y digno de ser buscado.
Cuando el deseo no es conocido, así como el límite no es tenido en cuenta o rechazado, la persona se ve en la imposibilidad de decidir, esto nos puede causar miedo al momento de una elección determinada, sobre todo si es definitiva.
Es por ello que los límites recuerdan a la persona, la libertad fundamentada que la constituye en el momento en el que se analizan los deseos; por eso se sufre también en el momento de la elección: se quiere, pero al mismo tiempo no se quiere. Sin embargo, al final hay que decidirse: los márgenes de riesgo están presentes en toda elección.
Lea también: Apareció una mancha roja sobre La Machirí
Una primera tentación es suprimir el mundo de los deseos para no verse profundamente herido, ni sufrir inútilmente, tomando las cosas como vienen, sin ninguna proyectividad, ni riesgo. Asimismo, la otra tentación es negar el mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en cuenta las condiciones para su realización.
Para concluir, quien sabe escuchar la voz del Espíritu, reconoce que en la vida las cosas grandes tienen su origen a menudo en imprevistos o hechos que describen la profundidad del deseo. La prueba, el obstáculo y la dificultad constituyen un momento de los deseos, mientras que la ausencia de dificultades y una vida demasiado cómoda y tranquila no ayudan en absoluto a hacer realidad el deseo, sino hace que se extingan las ganas de vivir. El deseo necesita un ambiente estimulante, si desaparece es un signo preocupante.
Pbro. Jhonny Zambrano