Se inicia esta relación histórica en homenaje al centenario de la diócesis de San Cristóbal, enseñándose la semblanza de esta samaritana fallecida hace cincuenta años, el 6 de enero de 1972, en Barquisimeto. Medarda Piñero, cuyo verdadero nombre era María Geralda Guerrero García, nació el 13 de octubre de 1885 en Caricuena, caserío aledaño a La Grita, municipio Jáuregui. Llamada “Medarda” desde niña, era hija de unos campesinos, Maximiano Guerrero García y Juana de la Trinidad García Pulido, quienes contrajeron nupcias el 11 de julio de 1876. Formada en tan rústico ambiente, jamás aprendió a leer ni a escribir, pero pronto abriría su corazón al servicio del prójimo.
Una epidemia de disentería azotó la zona en 1899, muriendo una hermanita suya.
Huyendo de la “viruela negra”, los Guerrero se asentaron en Seboruco y Medarda comenzó, según
testimonios orales, el arte de curar cuando tenía 14 años. Vivió en La Grita, sirviendo como
doméstica y tuvo su primera hija, María Leonor, en 1912. Al año siguiente se unió a José Piñero,
nativo de Cúa, y en enero de 1914, nació Josefina, su segunda hija.
Se cree que Piñero formó parte de las tropas que el gobierno envió para frenar el avance del general Cipriano Castro hacia el centro. Era un hombre rudo, de tez oscura, que trabajó como agricultor, mecánico, carpintero y soldador de ollas o latonero, además se dedicó a la bebida. El 8 de mayo de 1915, José y Medarda contrajeron matrimonio civil y eclesiástico, bendiciendo la unión el párroco de Seboruco, Ramón de la Rosa Mora. Aparte de las mencionadas, tuvieron nueve hijos, hasta el último nacido en mayo de 1928. Cuatro fallecieron a temprana edad.
Una súbita enfermedad la paralizó, debiendo arrastrarse por medio de un cuero de res
mientras desyerbaba las calles. Prometió al Señor curar enfermos si salía de esa postración.
Cumplido el milagro, su esposo la respaldó en ese propósito. Comenzó a recibir enfermos en su
casa. Los desahuciados, los olvidados, los despreciados fueron llegando allí. Medarda aprendió
técnicas curativas como el empleo de ventosas y acudía a expertos cuando era necesario.
Entretanto, José fabricaba los necesarios ataúdes de madera cuando todos los esfuerzos para
sobrevivir eran infructuosos.
El abnegado esposo murió en La Grita, el 14 de diciembre de 1937. Medarda siguió su cruzada con el apoyo de algunos hijos. Se convirtió en eficiente partera y jamás practicó el aborto. Al recibir muchachas desengañadas que no querían criar sus hijos, luego de atender el parto, la samaritana los entregaba a familias de la localidad. Atendió a los más abandonados, sin preguntar su procedencia ni su condición. Hizo labor callada, recogiendo alimentos para mantenerlos. Pedía “por amor de Dios, por amor a la Virgen” para “mis hermanitos”, “mis hijitos”, “mis niñitos”, como los llamaba. Cuando no le correspondían, simplemente decía “no se preocupe mijitico, otro día me da”.
Así fue levantando “el hospitalito”, como fue llamada su pequeña casa que puso al servicio de todos, limpiándola con kerosene y mcreolina, desinfectando los pisos de tierra y los camastros donde dormían los enfermos, a quienes aplicaba aguardiente o chimó para desinfectar alguna herida. La situación forzó que se redujera a una habitación que compartía con Otilia Pérez, su ayudante de los últimos años, quien le leía pasajes sagrados mientras rezaban el diario Rosario.
Su familia no compartía este modo de vivir y la invitaron a marcharse a La Grita, pero ella
asentía que esta era su misión, que había prometido cumplirle al Señor este designio de ayudar a
los demás. Quiso que uno de sus hijos fuese sacerdote, pero el destino la complacería con uno de
sus bisnietos, quien cumple ministerio en Lara. Hasta allá la llevó su hija Carmen, la famosa torera,
pero todo estaba escrito. Medarda falleció aquejada por las enfermedades y por sus 87 años de
edad. A lo largo de su misión recibió orientación religiosa de los presbíteros Ramón de la Rosa
Mora, Rafael Ángel González, Martín Martínez, Nelson Arellano Roa y Pedro Oswaldo García, quien
viajó a Barquisimeto para trasladarla a Seboruco, donde fuera recibida por todo el pueblo que la
condujo a la morada final en el cerro de Torcoroma. A los días fue necesario abrir su sepulcro y su
cuerpo estaba incorrupto.
Fue Medarda Piñero el Cristo Vivo que anduvo por las calles y caseríos de Seboruco. Dio
ejemplo de piedad y caridad. Venció mil obstáculos y amó la vida profundamente al traer con sus
manos y sapiencia tantas criaturas al mundo. Cumplió fielmente el mandato divino “ama a tu
prójimo, como a ti mismo”. Sirvió también a esta diócesis centenaria desde la santa misión que
Dios le confió. El Vaticano la reconoce como Sierva de Dios y sigue su camino a los altares.
Testimonio del Señor en esta tierra tachirense, Medarda fue la caridad hecha mujer.
Luis Hernández Contreras
Cronista Oficial de la Ciudad de San Cristóbal