“Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado.” (Sal 31)
En este domingo se acerca a Jesús un leproso. Según las costumbres de la época no podían los leprosos permanecer en la comunidad ni participar del culto: se sentían expulsados por los hombres y rechazados por Dios. En la primera lectura la persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!’ Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, ha sido apartado y su morada estará fuera del campamento y nadie podía ni tratarlo ni acercarse a él. Sin embargo, en el Evangelio, leemos que el leproso se acerca a Jesús, habla con Él, y le hace una súplica de rodillas: “si tú quieres, puedes curarme”. Jesús no lo rechaza: lo toca, lo cura y para esto utiliza la palabra SANA. Esta escena es como un resumen de la situación que se da en el mundo cuando el Hijo de Dios viene a nosotros y le suplicamos.
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Todos necesitamos ser sanados. Nuestras manos están manchadas: porque somos egoístas; porque oramos; porque solo golpeamos; por los malos trabajos; porque las extendemos hacia lo que no debemos. Nuestros labios están manchados: de blasfemias, de injurias, de supersticiones, de mentiras, de murmuraciones. Nuestros corazones están manchados: de odios, de malos deseos, de segundas intenciones, de pensamientos retorcidos, de infidelidades, de violencias, de faltas de perdón. Esta lepra espiritual, es para el hombre mucho más hiriente que cualquier enfermedad física. En nuestra sociedad, se da la espalda y se huye de los que puedan contagiarnos de alguna enfermedad. Pero nos rodeamos de situaciones y compañías que provocan esta lepra interior: malas juntas, falsas relaciones, comentarios, críticas despiadadas, calumnia, y chismes.
Sólo la grandeza de Dios, unida al reconocimiento de nuestras miserias, puede levantarnos del abismo. La humanidad rompe la armonía con Dios, con los demás, consigo misma. Y Jesús nos enseña la actitud de Dios: conmovido, obra con amor y misericordia, siendo verdadero Dios y al ser verdadero hombre conoce el corazón humano. Dios no sólo se compadece del hombre con amor, sino que lo transforma. Dios limpia nuestros pecados y con los sacramentos nos dice: ¡hoy se puede empezar de cero!
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UNIDOS A MARÍA SANTÍSIMA Junto a María, nuestra madre, podemos adquirir esa paz y esa gracia que solo ella puede darnos, por su fe inmensa y su abandono total a Dios. El Señor ama, toca, perdona y pone al hombre en contacto supremo con su Divina misericordia, para darle vida al hombre en abundancia, para transformar la miseria en gozo y que seamos testigos del amor de los amores. Así sea.
Pbro. José Lucio León Duque