Teophile Gautier escribió: “Nada de lo que resulta hermoso es indispensable para la vida. Si se suprimieran las flores, el mundo no sufriría materialmente. ¿Quién desearía, no obstante, que ya no hubiese flores? Yo renunciaría antes a las patatas que a las rosas, y creo que en el mundo solo un utilitario sería capaz de arrancar un parterre de tulipanes para plantar coles”. Una frase que nos sirve de marco para comprender un mundo que valora más un martillo o un zapato que un poema o una sinfonía.
La idea de la belleza ha sido abordada prácticamente desde que el hombre comenzó a pensar. La belleza poética moldeó el alma y el pensamiento de los antiguos, designando a lo bello como una idea que nos aproximaba a la perfección, a la fuerza y a la potencia. Recordemos que los sabios troyanos juzgaron soportable la calamidad de la guerra gracias al privilegio de contemplar la hermosura de Helena. Por otro lado, en la misma sintonía, meditemos seriamente en el hecho de que París le resulta repugnante a Héctor por la desarmonía entre su belleza física y su conducta. ¿Cuál fue su conducta? La conducta de un cobarde.
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La belleza gravitaba entonces en tres zonas del pensamiento antiguo: la cosmología, la psicología y la acción humana. Por allí transitaron los presocráticos, Platón y Aristóteles. Tránsito que llevó a San Agustín a preguntarse si amábamos las cosas por bellas o nos resultaban bellas por amarlas. Hay algo muy profundo en nosotros que nos vincula con una belleza más profunda que cualquier planteamiento estético. No por otra cosa, los pitagóricos aprendieron a curar el alma con música. El enigma de la belleza está estrechamente comunicado con nuestro propio misterio humano. Comparto con los antiguos la idea, según la cual, la belleza es una participación interior y trascendente que sólo es perceptible para aquel que participa de ella.
Por ello, nuevamente insisto, en la posibilidad de que aprendamos a pensar en la belleza como núcleo vital para un proyecto pedagógico. Ella es un camino, el más seguro, para alcanzar el bien. Todas las ciencias no son otra cosa que las distintas rutas creadas por el hombre para lograr comprender la belleza que Dios ha guardado secretamente en el corazón de la creación. El rostro de Cristo, en especial el del tormento de la cruz, encierra un misterio que, al ser develado por el corazón humilde, logra comprender la verdad de la justicia, del amor y del bien, es decir, el espíritu mismo de la belleza que, como señaló Benedicto XVI, es la nostalgia de Dios.
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La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que habita en el corazón de todos los hombres. Así se ha venido pregonando desde el principio de los tiempos. El epíteto de bello aparece con frecuencia en los poemas homéricos con la finalidad de resaltar las ideas de perfección, fuerza y potencia. La capacidad del hombre de reconocer la belleza, de degustarla, disfrutarla y reconocerse en ella, implica una clara orientación hacia lo perfecto.
Esta es una idea que comparto con los antiguos: la belleza es una expresión, no solo estética, sino ética y moral. Hacia allá apuntan los pensamientos de los pensadores cristianos: reconocer la belleza de Dios, revelada por la belleza singular de su Hijo, que constituye el origen y el fin de todo lo creado. Somos imágenes de Dios, por lo tanto, así como ha reconocido San Agustín, esa belleza se encuentra dentro de cada hombre y la educación, como hemos apuntado, un camino para que ilumine el exterior. Paz y bien.
Valmore Muñoz