Escribió Fedor Dostoyevski, maestro de las letras rusas, que “el hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz. ¡Eso es todo! Si cualquiera llega a descubrirlo, será feliz de inmediato, en ese mismo minuto. Todo es bueno”. He aprendido que aceptar nuestra realidad es indispensable para estar, en cierta forma, tranquilo y feliz.
Aceptar la realidad no significa conformismo, sino conocimiento. Abrazar la realidad de la misma manera en que Cristo abrazó la cruz en la cual iba a morir. Aceptar la realidad es el primer paso para restablecer el equilibrio en nuestra vida. Reconocer nuestra pobreza humana nos abre la puerta para acceder a la riqueza de Cristo.
Esto lo he venido meditando a partir de mi encuentro con la Madre Félix, fundadora de la Compañía del Salvador y de los colegios Mater Salvatoris. Una mujer que tuvo una relación muy íntima y cercana con Jesucristo. Su relación con Él fue más allá de las palabras o de las miradas.
Lea también: Santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene, nada le falta”
Su relación fue el resultado de un abrazo profundo de interioridades, así como canta San Juan de la Cruz: “amada el Amado transformada”. Dos interioridades que se abrazan amorosas en la consumación de la fe y el amor. Amó y se sintió amada y, como menciona el padre Ignacio Larrañaga: “los amados aman.
Solo los amados aman. Los amados no pueden dejar de amar”. Y la Madre Félix, no solo es amada, sino que tiene plena conciencia, conciencia viva y vivificante, de ese amor hacia ella.
Ese amor le enseñó a comprender la pobreza no como un fin; sino uno de los tantos medios disponibles para encontrar a Jesús; esto es, para descubrir la Verdad, la Verdad de su plenitud como ser humano.
Solo por medio de la pobreza que resulta del recogimiento de los sentidos, podemos reconocer a Cristo como cumbre de todo lo que es, de la Luz, la Belleza, la Verdad, la Bondad, el Amor y es así porque Cristo es Dios verdadero y la verdad de Dios. He aquí, entonces, la fuente de su felicidad, saber que su vida no es algo, sino “alguien”, es decir, Jesús.
Le puede interesar: Rebautizado libro de Carlos Molina
En el reconocimiento de nuestra pobreza hallaremos el primer paso para calmar la sed de la inteligencia, pobreza dentro del corazón, como reconoció la Madre Félix. Pobreza que es brújula de navegación de todo cristiano: cumplir la voluntad de Dios. Pobreza que busca a Cristo. Pobreza que busca a María que buscó siempre desde la pobreza.
La hermana pobreza de San Francisco de Asís. La misma pobreza que orientaron las manos de la Virgen cuando hicieron los pañales del Divino Niño y, muy seguramente, la túnica que, a los pies de la Cruz, los soldados romanos no quisieron romper.
La Madre escribe: “Amadísima pobreza: yo te amo, me abrazo a ti y me uno a ti para siempre; amando, abrazando y uniéndome a la vez para siempre a los desprecios por amor de mi Señor, Jesucristo, y me confieso indigna de tanta felicidad”.
Esa amadísima pobreza que aleja al hombre de la soberbia y nos dispone en los brazos de la santa obediencia con total y absoluto abandono, ya que, “Señor, yo haré por ti todo lo que pueda; y tú, Señor, harás por mí todo lo que me falta”.
Tener pobreza dentro del corazón permite al hombre sentir el fuego del horno ardiente de caridad infinita. Calor que abre los ojos a los tesoros de la sabiduría, de la ciencia y de la felicidad. Permite beber profundamente los latidos del Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes. Paz y bien.
Valmore Muñoz Arteaga