Entre los católicos se acostumbra que cada vez que pasamos frente a una Iglesia nos persignamos haciendo la señal de la cruz.
Hacer la señal de la cruz o santiguarse de manera consciente es una forma de saludo a Dios, de quien decimos que todo templo es su casa, porque allí habita en la forma del pan, en el Santísimo Sacramento del Altar.
Pero no solamente nos persignamos cuando pasamos frente a un templo, también lo hacemos al levantarnos en las mañanas, al salir de casa, al empezar la jornada de trabajo diaria, antes de recibir los alimentos y al acostarnos por el día que termina.
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El Catecismo de la Iglesia Católica refiere en su numeral 2157 que: “El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre. La señal de la cruz nos fortalece en las tentaciones y en las dificultades”.
Este texto no hace más que hacer patente una costumbre universal de todos los católicos, de nuestros hermanos ortodoxos y, según parece, de los anglicanos.
Nos recuerda nuestro Bautismo
En el ritual del Bautismo al niño se le signa en la frente de una forma muy solemne antes de aceptarlo en la Iglesia; al catecúmeno mayor de siete años se le marca con la cruz en la frente, en los ojos, en los oídos, en la boca, en el pecho y en la espalda para indicar que todo él es de Cristo.
Esta cruz simboliza la marca indeleble del Bautismo en nuestras almas, es la marca de la redención de Cristo en la cruz que recibimos con gratitud y en la que nos gloriamos.
San Pablo decía: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo”. (Gal 6, 14).
Y estas palabras de san Pablo bastan para responder a todos aquellos que insisten en que perdamos la devoción a la santa cruz “porque es un instrumento de castigo” o “porque Jesús ya resucitó y ya no está en la cruz”.
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Cuando nos persignamos retomamos una tradición apostólica muy antigua. El escritor Tertuliano, escribía: “En todos nuestros viajes y movimientos, en todas nuestras salidas y llegadas, al ponernos nuestros zapatos, al tomar un baño, en la mesa, al prender nuestras velas, al acostarnos, al sentarnos, en cualquiera de las tareas en que nos ocupemos, marcamos nuestras frentes con el signo de la cruz”.
¡Persignamos es signo de Salvación!
Para nosotros los católicos la cruz no es símbolo de muerte, sino de salvación, pues ésta es la llave por la que nosotros podemos entrar al Reino. Ya lo dijo Jesús: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Por tanto, más que el signo de la cruz y el acto de persignarse, nos recuerdan que queremos ser seguidores de Jesús de una manera total y comprometida.
Hay que decir que fuera de la Misa y de las oraciones, no es obligatorio hacer la señal de la cruz, pero sí es necesario y bueno ya que nos hace ser coherentes con nuestra fe en vida, palabra y actos.
No perdamos esta costumbre de reconocimiento a Dios que se encuentra vivo y presente en el Sacramento del Altar en cada Iglesia que hay en el mundo. ¡No te avergüences! Hagamos la señal de la cruz con amor, devoción y orgullo de sabernos hijos amados por Dios. Recuerda las palabras de Jesús: “Yo les aseguro: Si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga con la Gloria de su Padre rodeado de sus santos ángeles” (Mc 8, 38).
Yoliana Pastran / Diario Católico