“De buenas intenciones está lleno el infierno”, dice un refrán.
Sorprende oír esto porque en el catecismo se nos enseñó que, a diferencia del mundo, que sólo valora los resultados, y entre más apantalladores, mejor, para Dios cuenta nuestra intención porque mira el interior de nuestro corazón. Y si hacemos algo con buena intención, y resulta mal, no hay problema, pues Dios aprecia el bien que quisimos hacer.
Incluso aprendimos que si tenemos la firme intención de hacer algo bueno, pero no pudimos, Dios toma en consideración nuestra intención.
Entonces, ¿a qué se refiere el dicho antes mencionado? A esas intenciones vagas, blandengues, que se dicen de dientes para afuera sin el más mínimo propósito o empeño de cumplirlas. ‘Debería dejar de criticar’, ‘un día debería dejar de fumar’, ‘ya no debería tomar tanto’, ‘debería leer la Biblia’, ‘debería orar’, ‘debería arreglar ese tiradero’, ‘debería ayudar a los pobres’.
Los que hacen este tipo de intenciones se parecen al que dice:
‘-El próximo año otra vez quiero ir a la playa.
-¿Fuiste este año?
-No, pero también quise ir.’
Empezamos enero y mucha gente suele hacer ‘propósitos de año nuevo’, pero como terminó un año tan distinto a todos, no cabe reciclar la lista del año pasado que quedó arrumbada en un cajón o archivada en la computadora.
Hace falta hacer nuevos propósitos, adecuados a las nuevas circunstancias que vivimos.
Preguntarnos qué aprendimos en el año que terminó y cómo podemos aplicar ese aprendizaje en éste que recién comienza.
Algo evidente es que, como suele pasar cuando se viven dificultades y tragedias, la pandemia ha sacado lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Hemos visto gente salir a los balcones a homenajear al personal de salud y aplaudir, y gente que les espera a la entrada de sus departamentos para gritarles que son contagiosos y se tienen que ir. Hemos visto gente comprar cajas y cajas de todo, y gente donar cajas y cajas de todo. Hemos visto gente aislarse aterrada mirando a todos como virus con patas que la pueden contagiar, y gente que sale a ver en que puede ayudar. Hemos visto gente que en cuanto reabrieron los templos, fue la primera en entrar, y gente que ya no ve la Misa ni por televisión, mejor saca su perro a pasear.
¿A qué grupo pertenecemos?, ¿en cuál estás tú?
Antes de hacer propósitos, tenemos que examinar lo vivido. Nuestros propósitos tienen que ser fruto de una profunda reflexión. Preguntarnos: ¿cómo viví este año que pasó? ¿Cómo fue mi relación con Dios?, ¿creció?, ¿me acerqué más a Él?, ¿me fui alejando?, ¿o Él y yo vamos en caminos paralelos que nunca van a encontrarse? ¿Cómo fue mi relación con quienes me rodean?, ¿creció mi intolerancia, mi irritabilidad, mi capacidad para la ira y el rencor?, ¿o aprendí a comprender, a perdonar, a convivir, a amar? Y ¿qué descubrí en mí?, ¿a qué le temo?, ¿a qué me apego?, ¿qué me aterra perder o padecer? y ¿a qué se debe?
Y a partir de lo que gozosa o apenadamente reconozcamos, pidamos a Dios luz y fuerza para afianzar lo bueno y corregir lo malo.
Algo que sin duda todos hemos aprendido, y no lo digo con ánimo de espantar, es que se ha contagiado gente que se expuso, pero también gente que se cuidó; adultos mayores, pero también jóvenes; han muerto pacientes con complicaciones, pero también otros que aparentemente se consideraron estables y de pronto se agravaron.
Es decir, que nadie tiene la seguridad de que no se va a enfermar y de que si se enferma se va a curar. Eso necesariamente tiene que movernos a ajustar nuestras prioridades y de acuerdo a éstas hacer nuestros propósitos para el próximo año, descartando toda frivolidad y enfocándonos en lo que realmente cuenta: encaminarnos y encaminar a otros hacia la santidad, mediante nuestra relación con Dios y nuestros seres queridos, y la manera como empleamos el tiempo, nuestros bienes y talentos.
No sabemos si estaremos aquí para cumplir lo que nos propongamos, sólo Dios lo sabe. Lo que nos toca es hacer propósitos buenos y concretos, y ponerlos en Sus manos.
Ayúdanos a seguir nuestro trabajo de evangelización: