Ramos Sucre es una de las más altas figuras de la literatura y la cultura venezolana. En uno de sus poemas más celebrados, El Discurso del Contemplativo, escribe sobre cuánto ama la paz y la soledad y de su anhelo de confundirse con el ruido de una fuente en medio de los árboles. En las líneas de Ramos Sucre puedo intuir aquello que alguna vez afirmó Paul Claudel acerca de que el hombre está hecho para la causa de la belleza y por ello, no necesita de otra cosa más que de sustancia, realidad. Tiene hambre de absoluto, de subir a Jerusalén.
Sin embargo, aunque esta posibilidad está abierta a todos los hombres, no se toma sin antes no se produce en el mismo hombre un cambio radical y profundo. Un cambio, pero no de vestimentas, sino de corazón. La vestimenta es una respuesta a la ocasión, a la circunstancia, es un cambio para no cambiar nada. Cambiar el corazón es transformar nuestra voluntad y disposición a las necesidades del amor que es capaz de mirar más allá, justo donde comienza el ardor que sintió aquel que caminó con Cristo hacia Emaús.
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En el libro de Joel se hace una advertencia: “En lugar de rasgarse las vestiduras, rasguen su corazón” (Jl 2,13). Tenemos una visión clara y diáfana de lo exterior, pero no de lo interior, y es allí, justamente, de donde nos perdemos, de donde nos alejamos, donde está realmente la brújula que nos ayuda, no solo a vivir, sino a saber vivir que es otra cosa, o más bien, es la única cosa. La soberbia nos atavía de ropajes y vestiduras. Nos acostumbramos a identificarnos con la exterioridad tejiendo inconscientemente todo un entablado de apariencias al que llamamos existencia, al que señalamos como realidad.
Suponemos que es así e intentamos ajustarnos para ser felices. Esas vestiduras que nos siembran otros sueños, otros objetivos, otras metas, pero que cuando estallamos solo sale aire de vanidad de dentro y nada más. Cambiamos de hábito, pero no de hábitos. El vestido confiere al hombre una posición social; indica su lugar en la sociedad, le hace ser alguien. Así lo establece el mundo. Sin embargo, la Iglesia enseña todo lo contrario. El hombre siempre es alguien, pero nos olvidamos fácilmente de nuestra identidad más profunda. Somos alguien para Dios, somos alguien porque somos amados por Él.
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Los judíos, cuando había algo que les afligía, les importunaba o era algo terrible, lo manifestaban rasgando su ropa. El rasgar su ropa era una forma externa de demostrar su enojo en el corazón. Recordemos a Caifás que rasgó sus vestiduras ante el Pleno del Sanedrín cuando acusó a Jesús de un pecado muy grave (Mt 26, 59-66). No dudo de la molestia de Caifás, más bien, dudo de lo que había en su corazón, pues, así como Pilato después, no logró ver la verdad que estaba parado frente a él. Su corazón estaba ensombrecido y no estaba en paz.
Rasgar el corazón es una invitación a la conversión. El corazón es un concepto fundamental en el discurso místico de todas las espiritualidades, ya que va a representar, por un lado: la mismidad del ser humano, el espacio más íntimo de su ser. En la Sagrada Escritura es un término muy frecuente designando el asiento de diversas actitudes y emociones y de la inteligencia. En cualquiera de los casos, nos referimos a un lugar dentro de todo ser humano en el cual, se podría decir, se debate la existencia. Allí es donde debe producirse el cambio para que exista cambio. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga