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Saber mirar y saber escuchar

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El pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) resulta de una riqueza extraordinaria para comprender entrañablemente cómo, lo que supone ser un camino cualquiera, puede volverse todo un peregrinaje interior para descubrir aquella voz inagotable que nos prometió su compañía hasta el final de los tiempos. 

Caminar con el corazón dispuesto a mirar y escuchar a Jesús en la realidad que nos envuelve implica, sin duda, darle otro sentido, el verdadero sentido, a lo que se encuentra inmerso como signo imborrable de Dios en la vida en la cual participamos.

Kierkegaard reunió en un libro llamado Los lirios del campo y las aves del cielo, trece discursos cargados de una profunda madurez reflexiva. Discursos que giran en torno al Sermón de la Montaña y del servicio exclusivo divino y de la confianza en la Providencia; desprovistos de la ironía, el talante combativo y los vericuetos de sus escritos éticos y estéticos. 

Afirma que cuando se pide al hombre que mire a los lirios del campo se le solicita que les preste justa atención y, de esa manera, transformarlos en objetos de consideración, de contemplación, esto es, sentir desde nuestra propia mirada el aroma profundo de los lirios que se nos ofrecen a la vista.

Significa dejarnos poseer por sus olores y por el vaivén de sus pétalos al paso frágil de la brisa que les acaricia la existencia. Contemplar los lirios no es limitarnos solo a considerar su forma de crecimiento y llegar a la conclusión de que no tendríamos que trabajar; ni tomarlos como un simple ejemplo. Mirar los lirios nos puede llevar a liberarnos de una angustia, pero verlos de verdad es todavía un acto más primario. 

Si miramos los lirios solo para vencer la ansiedad, no los veremos de verdad. Es necesaria la calma, la ausencia de ansiedad, para poder observar los lirios. Ver los lirios es conocerlos de verdad, pero conocer partiendo del conocimiento por amor del que es catapultado hacia el ser amado, comprendiendo que, cuanto más somos el Otro, más somos nosotros mismos.

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Jesús se acerca y, al hacerlo, lo primero que hace es escuchar. Se da cuenta de que van conversando sobre algo importante. Por ello, les pregunta “― ¿De qué van conversando por el camino?” (Lc 24,17). ¿Qué hacen ellos? ¿Huyen de un extraño? ¿Se hacen los sordos? No, ellos se detienen. Ellos frenan su paso, dejan de caminar, se detienen. Dejan de hablar. Detienen su perorata, su quejadera, guardan silencio.

 Luego de detenerse, luego de hacer silencio, entonces habla uno de ellos, Cleofás: “― ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que desconoce lo que ha sucedido allí estos días?” (Lc 24,18). No saben que es Jesús, el Maestro, pero sin duda, han sido afectados. Jesús es la sorpresa. ¿Cómo es que no sabe lo ocurrido? Jesús pregunta entonces qué ha pasado y ellos comienzan a contar. Estos versículos que van del 14 al 19 nos muestra un bello intercambio de palabras y silencios, de respeto al que habla, pero también de respeto al que escucha.

Uno guarda silencio para escuchar lo que el otro dice. Hermoso recorrido por una dimensión comunicativa del hombre que contrasta con el escándalo, el ruido, la vulgaridad, la soberbia de nuestros días. Ese silencio ante la palabra del otro es señal inequívoca de humildad. Humildad de los discípulos, pero también humildad del Maestro que, a pesar de saber perfectamente lo que había en el corazón de aquellos dos los dejó hablar, permitió que expresaran con sus propias palabras aquello que les aquejaba. 

La escucha es vital, no solo para una comunicación efectiva, sino como camino certero en la espiritualidad, en cuanto a que la escucha de la Palabra de Dios constituye el centro de nuestra fe. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.

Valmore Muñoz Arteaga

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