Este ilustre cardenal fue contemporáneo de Felipe Neri, Ignacio de Loyola, y Francisco de Borja. Se convertiría en una de las figuras representativas de la Contrarreforma. California honra su memoria con una misión que lleva su nombre gracias al gran apóstol franciscano y santo mallorquín, fray Junípero Serra, que lo eligió para nominar su segunda fundación en 1770. Los restos mortales de este heroico misionero, que fue beatificado por Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988, se custodian en el Duomo de Milán.
Carlos nació el 2 de octubre de 1538 en la fortaleza de Arona, propiedad de sus padres, los nobles Gilberto Borromeo y Margarita de Médicis, hermana del papa Pío IV. Era el tercero de seis vástagos, aunque la familia vivió la tragedia de la desaparición del primogénito que se cayó de un caballo. Precisamente este suceso fue interpretado por el santo como una señal del cielo que le invitaba a centrarse en la búsqueda del bien, para no ser sorprendido por la postrera llamada de Dios sin estar preparado. Fue un niño devoto, prematuro en su vocación, muy responsable, como lo fue en la asunción de las altas misiones que le serían confiadas. Con solo 12 años recibió la tonsura. Luego cursó estudios en Milán y en la universidad de Pavía, formación que completó provechosamente, a pesar de que no era excesivamente brillante, y además tenía una seria dificultad para expresarse. Su conducta intachable, en la que se advertía su gran madurez, le convirtió en modelo para otros estudiantes.
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Ya había muerto su hermano mayor, cuando determinó ser ordenado sacerdote después de renunciar a sus derechos sucesorios y a los bienes que llevaba anejos. También se alejó de una vida, que sin ser disipada, era bastante despreocupada, por así decir. El lujo, la música, y el ajedrez formaban parte de su acontecer. Se doctoró a los 22 años. Unos meses antes, en enero de 1560, su tío Giovanni, elegido pontífice Pío IV tras la muerte de Pablo IV, lo designó cardenal diácono. Con posterioridad le encomendó la sede de Milán, a la que ascendió como arzobispo a la edad de 25 años, y en la que permaneció hasta el fin de sus días. Evidentemente, su carrera estaba siendo meteórica. Por si fuera poco, el pontífice añadió nuevas misiones como legado de Bolonia, de la Romagna, de la Marca de Ancona, del protectorado de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones de Suiza y otras. Fueron tantas y de tal envergadura las responsabilidades que recayeron sobre él que no pueden sintetizarse en este espacio. Asumió todas con dignidad, y lo más sorprendente: aún sacaba tiempo para ocuparse de asuntos familiares, hacer ejercicio y escuchar música.
Como Pío IV lo retuvo junto a él, inicialmente no pudo afrontar in situ los graves desórdenes que había en Milán. Un día el arzobispo de Braga, Bartolomé de Martyribus, acudió a Roma, y Carlos le confesó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto de un papa, y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si solo Dios y yo existiésemos». El consejo que le dio el noble prelado luso fue que se mantuviese fiel a su misión. Pero más tarde, Carlos supo que el motivo del viaje de este obispo había sido renunciar a la suya, y naturalmente le pidió una explicación, que aquél le proporcionó con sumo tacto y delicadeza.
Gracias a su fe, tesón y energía logró que salieran adelante proyectos de gran calado en circunstancias adversas y sumamente difíciles. Fue un hombre de oración, caritativo, exigente y severo consigo mismo, piadoso y misericordioso con los demás, muy generoso con los pobres a los que constantemente daba limosna; un gran diplomático y defensor de la fe, así como restaurador del clero. Convocó sínodos, erigió seminarios y casas de formación para los sacerdotes, construyó hospitales y hospicios donando sus bienes, visitó en distintas ocasiones la diócesis, alentó en la vivencia de las verdades de la fe a todos, etc. Fue un ejemplar pastor entregado a su grey que luchó contra la opresión de los poderosos, e hizo frente también a las herejías, además de cercenar las costumbres licenciosas. «Las almas se conquistan con las rodillas», solía decir, sabiendo el valor incomparable que tiene la oración, siempre bendecida por Dios.
Pío IV murió en 1565 y Carlos pudo regresar a Milán. Desempeñó un papel decisivo en el Concilio de Trento y no tuvo reparos en sujetar a los religiosos y al clero con una severa disciplina. Por este motivo, los violentos se cebaran en él al punto de atentar contra su vida, como hizo Farina en su fallido intento el 26 de octubre de 1569, después de haberla tasado en veinte monedas de oro. Durante la epidemia de peste su objetivo principal fue atender a los enfermos acogidos en su propia casa; palió las carencias que tenían para poder vestirse utilizando los cortinajes del palacio episcopal. En 1572 participó en el cónclave que eligió a Gregorio XIII. Ese mismo año se convirtió en miembro de la Penitenciaría Apostólica.
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Cuando en Milán se desató la epidemia de peste en 1576, socorrió a los damnificados, consoló a los afligidos enfermos en los lazaretos y ayudó a dar sepultura a los fallecidos. En 1578 fundó los Oblatos de San Ambrosio, congregación de sacerdotes seculares, las «escuelas dominicanas», una academia en el Vaticano, fundó el Colegio helvético para ayudar a los católicos suizos, y encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli, entre otras acciones. Maestro y confesor de san Luís Gonzaga, le dio la primera comunión en julio de 1580. Sus conferencias y reflexiones se hallan compendiadas en la obra Noctes Vaticanae. Murió el 3 de noviembre de 1584. Pablo V lo beatificó el 12 de mayo de 1602, y también lo canonizó el 1 de noviembre de 1610.
Con información de Zenit.ORG