San Juan Crisóstomo nació en Antioquía, Siria en el año 347, hijo único de un gran militar y de una virtuosa mujer, Antusa, quien por su dedicación y entrega ha sido declarada santa también.
Desde muy pequeño la tragedia acompañó al santo, su padre, un oficial romano de alto rango murió, razón por la cual su hermana mayor y él quedaron a cargo de su madre, una mujer cristiana colmada de la convicción de venerar a Dios en todo instante de su vida.
Desde sus primeros años demostró tener admirables cualidades de orador, y en la escuela causaba admiración con sus declamaciones y con las intervenciones en las academias literarias. La mamá lo puso a estudiar bajo la dirección de Libanio, el mejor orador de Antioquía, y pronto hizo tales progresos, que preguntado un a día Libanio acerca de quién desearía que fuera su sucesor en el arte de enseñar oratoria, respondió: «Me gustaría que fuera Juan, pero veo que a él le llama más la atención la vida religiosa, que la oratoria en las plazas».
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Ese deseo de entregarse a Dios no se vio cristalizado, puesto que tal admiración por la vida religiosa generó su deseo de irse al desierto como monje, una acción que declinó ante el pedido de su madre, que le imploró que no la dejará sola. Ante esta situación transformó su casa en un monasterio y vivió como monje con una dedicación profusa al estudio, la oración y la concreción de penitencias.
“Cuando su madre murió se fue de monje al desierto y allá estuvo seis años rezando, haciendo penitencias y dedicándose a estudiar la S. Biblia. Pero los ayunos tan prolongados, la falta total de toda comodidad, los mosquitos, y la impresionante humedad de esos terrenos le dañaron la salud”.
Su retorno del desierto a su ciudad natal estuvo lleno de dicha, la primera, al ser ordenado como sacerdote y, la segunda, ser el reemplazo del obispo Flaviano para realizar las predicaciones. Su cariz y calidad comenzó a deslumbrar y aquellos fieles comenzaron a estar en mayor contacto con la iglesia como parte del cumplimiento de ese mensaje que el santo comenzó a dar cada domingo, luego cada tres días hasta que se volvió diario.
“Cuando tenía alrededor de 50 años, en el 397, da el gran salto. Juan está en Constantinopla para suceder al Patriarca Nectario. Cambia el papel: gran visibilidad y cercanía a la corte. El único que no cambia es Juan. El fustigador de la corrupción que en los palacios del poder bizantino pulula, es fiel a su estilo. La gente lo ama por eso, tal como lo testimonian sus contemporáneos.
Su accionar lo hace merecedor de innumerables enemigos poderosos quienes en la búsqueda de un ataque deciden exiliarlo.
“El emperador, atizado por su esposa Eudoxia, decretó que Juan quedaba condenado al destierro. Al saber tal noticia, un inmenso gentío se reunió en la catedral, y Juan Crisóstomo anunció uno de sus más hermosos sermones. Decía: «¿Qué me destierran? ¿A qué sitio me podrán enviar que no esté mi Dios allí cuidando de mí? ¿Qué me quitan mis bienes? ¿Qué me pueden quitar si ya los he repartido todos? ¿Qué me matarán? Así me vuelvo más semejante a mi Maestro Jesús, y como Él, daré mi vida por mis ovejas…»
Fue llevado al Mar Negro y tratado brutalmente. Lo obligaban a caminar kilómetros con un sol abrazador que día a día agotaba sus fuerzas. Una de las tantas jornadas del destierro se durmió y en sus sueños vio a San Basilisco, un obispo muerto hacía algunos años, se le aparecía y le decía: «Ánimo, Juan, mañana estaremos juntos». Se hizo aplicar los últimos sacramentos; se revistió de los ornamentos de arzobispo y al día siguiente diciendo estas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», quedó muerto. Era el 14 de septiembre del año 404.
El Papa San Pío X nombró a San Juan Crisóstomo como Patrono de todos los predicadores católicos del mundo.
Carlos A. Ramírez B.