Mariana de Jesús Paredes Flores, nació en Quito (Ecuador) en 1618, desde temprana edad, cuatro años, quedó al cuidado de su hermana mayor, ante el fallecimiento de sus padres. Su nueva familia la adoptó como una hija más.
Su vocación inició a los siete años con un accionar ligado a la piedad y una notoria protección y caridad hacia los pobres. Ya en ese momento invitaba a sus sobrinas, con quienes se crio, a rezar el rosario y realizar el Vía Crucis.
“Se aprendió el catecismo de tal manera que a los ocho años fue admitida a hacer la Primera Comunión (lo cual era una excepción en aquella época). El sacerdote que le hizo el examen de religión se quedó admirado de lo bien que esta niña comprendía las verdades del catecismo”.
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Inició su camino de santidad luego de escuchar un sermón. Decidió junto con otras compañeras a comenzar la evangelización de paganos, una tarea peligrosa, por lo que un grupo de personas las instaron a regresar a sus hogares, pero eso no fue limitante, y una idea le nació, así que dispuso con otro grupo vivir en las montañas como ermitañas solo dedicadas al ayuno y la oración, sin embargo, los peligros hicieron que no cumplieran sus deseos.
“Su cuñado al darse cuenta de los grandes deseos de santidad y oración que esta niña tenía, trató de obtener que la recibieran en una comunidad de religiosas. Pero las dos veces que trató de entrar de religiosa, se presentaron contrariedades imprevistas que no le permitieron estar en el convento. Entonces ella se dio cuenta de que Dios la quería santificar quedándose en el mundo (…) se construyó en el solar de la casa de su hermana una habitación separada, y allí se dedicó a rezar, a meditar, y a hacer penitencia”.
Pero fue en el templo de los Padres Jesuitas donde un santo sacerdote que fungió como director espiritual le inculcó el método de San Ignacio de Loyola, el cual consiste en examinarse tres veces por día la conciencia para mantenerse cerca de Dios durante toda la jornada y no caer en tentaciones.
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“Sucedieron en Quito unos terribles terremotos que destruían casas y ocasionaban muchas muertes. Un padre jesuita dijo en un sermón: – «Dios mío: yo te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos». Pero Mariana exclamó: – «No, señor. La vida de este sacerdote es necesaria para salvar muchas almas. En cambio, yo no soy necesaria. Te ofrezco mi vida para que cesen estos terremotos».
Una vez más la santa ofreció su vida con la llegada de una epidemia que acababa con la vida de muchas personas. Mariana ofreció su vida y sus dolores para que no siguieran muriendo las personas. “Y desde el día en que hizo ese ofrecimiento ya no murió más gente de ese mal allí”.
Junto a tres padres jesuitas murió el viernes 26 de mayo de 1645 y a partir de allí la devoción se incrementó y sus milagros comenzaron a estar presentes en bien de todos, ante esta situación el Papa Pío IX en 1853 la declaró beata y el Papa Pio XII la declaró santa en 1950.
Carlos A. Ramírez B.