La madre Félix reflexiona: “He aquí la brújula de mi navegación: cumplir la voluntad de Dios nuestro Señor. En desolación o consolación, en salud o enfermedad, en paz o en guerra: cumplo la voluntad de Dios nuestro Señor, ¡pues ya voy bien!” En todo, cumplir la voluntad de Dios. Creo, es mi apreciación muy personal, este es el resultado inevitable, no solo de quien ama a Dios, sino que, además, está consciente de que es amada. Amar a Dios y sentirme amado por Él, creo que allí radica en buena parte la potencia de la vida en la fe. Lo contrario sería, a mi juicio, abrir el corazón para que el pecado salga.
San Agustín estaba convencido de que el pecado es “una aversión a Dios y volverse hacia las creaturas”. Darle la espalda a Dios y volverse a las criaturas desordenadamente. De modo que, en todo pecado hay una lucha de dos amores. Si yo, por amor al dinero, hago una acción deshonesta como robar, entonces entre Dios y el dinero, elijo al dinero.
El pecado es quien introduce el desorden en el mundo lo cual conduce al hombre a amar menos lo que debe amar más y a amar más lo que debería amar menos.
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San Ignacio de Loyola desnuda su deseo de que recobremos el verdadero sentido del pecado. El pecado viene a ser, en cierta manera, un modo de vivir sin saber para qué. Un vivir sin fundamento y sin sentido. Sin embargo, esto resulta actualmente una complicación, yo diría, cultural.
Nuestro tiempo parece, a primera vista, completamente antitético respecto a los problemas teológicos y religiosos. Se señalan como sus raíces la revolución científica, la autonomía del poder político, la reivindicación de la racionalidad como único criterio de verdad y la reducción de Dios a una idea. Creando un marco en el cual palabras como infierno, diablo y pecado quedan reducidas a formas anticuadas de un pensamiento pacato y anacrónico.
Estamos viviendo tiempos en que se ha perdido el sentido del pecado. En la Exhortación Reconciliación y Penitencia, San Juan Pablo II repite lo que había dicho Pío XII, “El pecado del siglo es lad pérdida del sentido del pecado”. San Pablo VI advirtió que “el pecado actualmente es una palabra silenciada”. En la pérdida del sentido del pecado, el temor a Dios ha quedado reducido a sólo una afirmación que se repite porque algo hay que ecir o, como una advertencia de muerte y posterior castigo que, efectivamente es real.
Se ha extraviado ese sentido del temor a Dios como respuesta de amor del hombre. Hemos extraviado el sentido del pecado. Los Padres de la Iglesia dicen que, Adán en el Paraíso, “miraba hacia arriba”, elevaba los ojos de las criaturas al Creador. Sin embargo, el pecado le hizo, según señala Orígenes, “mirar hacia abajo”. Curiosamente, Heráclito afirmó que solo los cerdos “gozan más con el fango que con el agua limpia”.
El Santo Cura de Ars señaló que si tuviésemos fe y pudiéramos ver un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror. Hoy, desgraciadamente, nos morimos de terror, a pesar de nuestra poca fe. Nuestra pérdida del sentido del pecado, consecuencia de habernos ocultado de Dios (Gn 3,10), nos ha transformado en espesos infiernos del otro, nos ha vuelto fieras que no responden más que a sus instintos y voluntad de poder, nos ha rebajado de aceptarnos como el objeto más amado por Dios, a simples hombres huecos que no apartan su vista del ombligo. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga