Este domingo, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, la Diócesis de San Cristóbal, celebró la fiesta de Nuestra Señora de la Consolación –patrona del Táchira-. Los devotos veneraron la imagen, muchos de manera virtual y otros peregrinando hasta la Basílica en Táriba.
La Misa Pontifical fue presidida por Mons. Juan Alberto Ayala Ramírez, Obispo Auxiliar de San Cristóbal, a las siete de la mañana con la participación de un pequeño grupo de sacerdotes y fieles a puerta cerrada.
El Obispo Auxiliar leyó la homilía escrita para la ocasión por Mons. Mario Moronta, Obispo de San Cristóbal: “María siempre fue considerada como el modelo de cumplimiento de la voluntad del Padre. Esto lo entendió muy bien, incluso en el solemne momento de la Cruz. Allí, como regalo para ella y para nosotros nos la entregó como ‘madre’. En este gesto hay dos intencionalidades: la de no dejarnos desamparados y hacernos hijos de ella y, por otro lado, nos la dio como modelo de la Iglesia, también llamada a ser madre de la humanidad”.
“En estos tiempos tan duros que nos ha tocado vivir últimamente, al celebrar la Fiesta de Nuestra Señora de la Consolación, la flor más bella de los Andes Venezolanos, se nos presenta la ocasión para acogerla y recibirla con fe, esperanza y caridad”, señaló el Obispo.
El Obispo Moronta también invitó a renovar la confianza en la Madre de Dios: “mantenemos abiertas las puertas de nuestros corazones, hogares, instituciones y comunidades no solo para que habite entre nosotros, sino para que el fruto bendito de su vientre continúe haciendo sentir la fuerza liberadora de su Pascua salvadora”.
Al final de la Misa, las puertas del templo fueron abiertas para de manera organizada y siguiendo los protocolos de bioseguridad los fieles pudieran venerar la imagen milagrosa de la Virgen de la Consolación. (Prensa DiócesisSC)
A CONTINUACION EL TEXTO COMPLETO DE LA HOMILIA DE LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACION
Una de las más hermosas realidades que reconocemos con nuestra fe en la Trinidad Santa es poder comprobar su presencia desde la creación y a lo largo de la historia. Al leer la Palabra de Dios, contemplamos cómo Ella ha sido la gran protagonista de la historia humana. Diversamente de lo que acontece con los ídolos, inventos humanos, que tienen una especie de historia aparte de la de los seres humanos, el Dios de la vida en quien creemos no sólo se ha introducido en la historia de la humanidad, sino que Él es quien inventó a la persona humana, al crearla a su imagen y semejanza.
Al leer y contemplar, sobre todo a partir de la Biblia, dicha presencia de Dios en la historia de la humanidad, redescubrimos continuamente cómo Él eligió a un pueblo para convertirlo en semilla de salvación. Más aún, a través de sus intermediarios y cooperadores, los profetas, los sabios y la gente de fe, ha mostrado cómo habla directamente a los mismos seres humanos. En lo que se denomina la plenitud de los tiempos, aconteció algo insólito: el mismo Dios, en la segunda persona de la Trinidad, se hizo hombre. Esto lo conocemos como el misterio de la Encarnación.
El Evangelio de Juan es claro al decir que Dios mismo acampó en medio de los suyos. Ya esto se encontraba prefigurado en la tienda-santuario durante el camino del desierto, la cual se alzaba en medio del campamento del pueblo de Dios. No consistía en poner una carpa o tienda, sino participar de todo lo que conlleva incorporarse, insertarse, identificarse y participar de todos los aspectos de la vida del pueblo. Encarnarse es hacerse más que presente. Nos enseña Pablo al dirigirse a los Filipenses cómo Dios hizo algo inédito: se despojó de su condición divina para asumir la propia de la humanidad en la pequeñez que ello suponía: desde allí realizó la misión de salvar a la humanidad y mostrar su gloria, la propia de Dios.
Desde el misterio de la Encarnación podemos entender lo que nos presenta la Escritura a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento; de manera particular, en lo que respecta a los nuevos tiempos del Nuevo Testamento cuando se materializó la presencia viva y encarnada del Hijo de Dios. Es el mismo Dios quien hablará sin intermediarios a la humanidad y le mostrará sin velo alguno el designio salvífico de Dios Padre. Así, se inaugura el nuevo tiempo de la auténtica libertad de los hijos de Dios.
El Señor Jesús dio varios pasos importantes de cara al futuro: elige y constituye en nueva alianza un pueblo sacerdotal, la Iglesia, al cual le da la misión de ir a todos los pueblos para hacer nuevos discípulos en el tiempo y hasta los confines de la tierra. Para ello, además de constituir los apóstoles les dio a sus discípulos la fuerza para evangelizar y edificar el Reino de Dios. Todo ello, sabiendo que la guía del Espíritu Santo haría eficaz esa misión.
Junto a los apóstoles y otros servidores, Jesús nos regaló un modelo plenamente identificado con nosotros y que terminó de dárnosla como un don maravilloso de su amor misericordioso: María, su Madre. Al leer con detenimiento la vida y significado de Ella, la Madre de Dios, nos daremos cuenta de la importancia que juega en la historia de la salvación. No sólo es quien hizo posible, con su sí, la presencia actuante del Dios Redentor, sino que se manifestó como la esclava del Señor para hacer real la presencia de Cristo en la historia. Todo ello supuso la humildad, la sencillez y la alegría de una fe sin fronteras y sin condicionamientos. María comenzó a guardar todas esas maravillas en su corazón para meditarlas, crecer y luego a su debido momento, compartirlas con los suyos. Así entendió su papel en la historia de la salvación al anunciar la llegada de la hora del Señor e invitar a que todo se hiciera según Él indicara.
María siempre fue considerada como el modelo de cumplimento de la voluntad del Padre. Esto lo entendió muy bien, incluso en el solemne momento de la Cruz. Allí, como regalo para ella y para nosotros nos la entregó como “madre”. En este gesto hay dos intencionalidades: la de no dejarnos desamparados y hacernos hijos de ella y, por otro lado, nos la dio como modelo de la Iglesia, también llamada a ser madre de la humanidad.
Juan, el discípulo amado, nos enseña cuál y cómo ha de ser, a partir de ese momento, nuestra actitud hacia María; siempre desde la perspectiva del discipulado. Con el discipulado reafirmamos que lo más importante y central para nosotros es Jesús, el Salvador. Y que Ella, sin dejar su nueva tarea de maternidad espiritual, nunca dejaría de mostrarnos lo que Él, su Hijo, nos va diciendo que hemos de hacer. Entonces, nuestra actitud ha de ser la misma de Juan: desde ese momento de la Cruz él la recibió en su casa.
No se trata de una mera recepción por compasión ante la Mujer que se queda sola. Hay mucho más que eso. Es la acogida en la fe de María. Esta acogida tiene varios elementos: uno de ellos, el primero, el recibirla en la propia casa; en segundo lugar, recibirla con la fe que implica abrirse a lo que Ella nos va a ir enseñando, lo cual brota desde la profundidad de su corazón donde ha vivido y vivirá por siempre el sentido profundo del misterio de su Hijo. Y un tercer elemento importante es que María se convierte también en una persona cercana a cada uno de nosotros para acompañarnos con su intercesión.
Estos tres elementos mencionados nos permiten ver el papel de María en la Historia de la Salvación a partir de la plenitud del misterio pascual. Ciertamente, Ella se ha hecho presente y mora también en nuestras casas, personales, familiares, comunitarias y eclesiales. Siguiendo la indicación del Evangelista, ha sido acogida y se ha hecho una de nosotros. Por eso, la misma Liturgia canta que Ella es el orgullo de nuestra raza. Esa cercanía tan especial ha permitido convertirse en un instrumento y vehículo de evangelización. No en vano siempre ha sido vista como estrella de la evangelización. En la dinámica misionera de la Iglesia, en especial en nuestros países latinoamericanos, Ella ha acompañado el anuncio del Evangelio y ha servido de modelo para los oyentes de la Palabra. Esto no sólo ha permitido que sea conocida sino aceptada y valorada como medianera de la gracia, fiel intercesora ante su Hijo a quien le está continuamente diciendo que no deje de transformar el agua de nuestras existencias en el vino sabroso de la liberación redentora.
Ahí está siempre María: con la iniciativa de su maternidad en medio de nosotros y plenamente aceptada con diversos títulos y advocación. No es algo meramente formal o protocolar como se podría decir. Ella, al ser recibida en la casa donde moramos y hacerla partícipe de nuestras inquietudes, dificultades y esperanzas hace que experimentemos lo que en su canto agradecido al Padre nos proclama: que la misericordia del Señor se sigue manifestando aún hoy entre nosotros de generación en generación… que el poder infinito de Dios se sigue haciendo sentir en y desde la pequeñez de sus hijos… que los soberbios y poderosos son vaciados de sus arrogancias y los pobres y humildes son exaltados al ser identificados con su Hijo.
Es una hermosa cosa poder entonces contemplar en el rostro materno de María, hoy venerada como consoladora desde el Nazaret del Táchira en su Basílica de Táriba, la imagen de su pueblo, la esperanza de los pequeños, la sencillez de los pobres de espíritu, el dolor de los oprimidos… Aquí la veneramos como María del Táchira peregrina con su gente desde hace varios siglos. Aquí la sentimos como el orgullo de nuestra raza, la Hija de Sión que entona cantos de auténtica esperanza, la mujer hacendosa y prudente de la sabiduría que nos ofrece lo más grande que ha recibido, al Hijo del eterno Padre.
Al contemplar la hermosa y sencilla imagen de la Consolación, vemos cómo más que cargar al niño Dios en sus brazos, lo está entregado a cada uno de nosotros para que lo recibamos y seamos capaces de configurar nuestras existencias con Él. Quien ha sido recibida en nuestras casas, sencillamente, nos está pidiendo que hagamos nuestro lo más excelso: a su Hijo el Señor liberador de la humanidad. ¡Qué hermoso es comprobar cómo, quien es huésped importantísimo en nuestros hogares, quiere que tomemos en nuestros brazos y en nuestras vidas la Persona de su Hijo Jesús! ¡Qué mayor muestra de ternura para con nosotros! Quien ha sido acogida no se queda relegada como si se tratara de un huésped cualquiera… actúa como la Madre que quiere que caminemos al encuentro de su Hijo.
En estos tiempos tan duros que nos ha tocado vivir últimamente, al celebrar la Fiesta de Nuestra Señora de la Consolación, la flor más bella de los Andes Venezolanos, se nos presenta la ocasión para acogerla y recibirla con fe, esperanza y caridad. Con la fe compartida entre los creyentes y dirigida a tener a Cristo como la razón de ser de nuestras existencias. Fe que se hace testimonio al hacer lo que Él nos dice, como nos lo pide María. Fe enriquecida desde el propio testimonio de la Madre de Dios, quien no dudó nunca en decir y mantener su Sí al Padre Dios.
No es una fe reducida a expresiones verbales sino expresadas en la esperanza que impulsa a caminar en permanente actitud de peregrinos hacia el encuentro definitivo con el Dios de la eternidad. Una esperanza contra toda esperanza, capaz de vencer las oscuridades y las angustias del momento presente. Es la esperanza que guio a María hasta ser reconocida como Bendita y Feliz por haber creído. Es la esperanza de todo un pueblo a lo largo de los siglos de historia, sostenida por María para que no desfallezca aún a pesar de los obstáculos.
Con fe y esperanza en el amor: Es la clave para entender cómo debemos acoger a María y cómo ella se hace presente en medio de nosotros mismos María siempre está preocupada porque no falte el vino… así no deja de acompañar a los discípulos en la espera de Pentecostés, no deja de transmitirles las enseñanzas guardadas por tanto tiempo en su corazón… Tampoco deja de acompañar a la humanidad y a los pueblos que la han aceptado en sus casas… por eso es Madre de los pueblos, es reina de los santos, es solidaria con los pobres, es auxilio de los creyentes y consuelo de los afligidos.
Como fue ayer y deberá serlo mañana, hoy María es Madre que muestra su interés y su intercesión en favor de su pueblo. A Ella volvemos a acudir, como cada día lo hacemos, para reafirmar que forma parte de nuestro pueblo tachirense y venezolano. Quien experimentó el dolor de la espada al traspasar su corazón, es alivio ante el sufrimiento de tantos hermanos enfermos, menospreciados, perseguidos, olvidados… los que van dejando su país despreciados por quienes se sienten poderosos… los no tenidos en cuenta por quienes buscan acomodos en negociaciones alejadas del pueblo… los jóvenes inducidos a la prostitución y a la droga, esclavizados por las mafias escondidas en las oscuras marañas de un comercio de muerte… la gente olvidada y golpeada por quienes han hecho la opción por la opresión y la corrupción…
De nuevo aquí estamos ante el bello ícono de la Consolación de Táriba. Renovamos nuestra fe en su maternidad divina y mantenemos abiertas las puertas de nuestros corazones, hogares, instituciones y comunidades no sólo para que habite entre nosotros, sino para que el fruto bendito de su vientre continúe haciendo sentir la fuerza liberadora de su Pascua salvadora. Con Ella cantamos las glorias de su Hijo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. AMEN.
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL
15 AGOSTO 2021