“Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos. No me arrojes, Señor, lejos de ti, ni retires de mí tu santo espíritu”
Iº lectura: Gen 2, 7-9; 3, 1-7; Salmo: 50; IIº lectura: Rom 5, 12-19; Evangelio: Mt 4, 1- 11
Reconocer el pecado es un gesto de reconciliación y más aún cuando se busca la manera de vivir en paz y unidos a Dios. La liturgia de la palabra de este domingo nos conduce al pensar sobre la rectitud de nuestros actos y al hecho de no dejarnos influenciar por el enemigo.
Nuestros primeros padres se dejaron engañar del demonio y creyeron en sus insinuaciones (I° lectura). Este pecado nos lleva a reflexionar sobre lo que debemos hacer para remediar el daño hecho y, con David, pedimos misericordia y perdón a Dios (Salmo). En este sentido, la salvación nos viene por medio de Jesús, hijo de Dios, por quien nos llega el remedio para erradicar de nuestras vidas el mal que nos asecha y nos invade a cada momento (II° lectura).
EL BIEN ESTÁ POR ENCIMA DEL MAL
La presencia del amor de Dios en nuestra vida nos hace reconocer la profundidad de su misterio y el Evangelio de este día nos da, entre otras, una enseñanza muy particular y concreta: el diablo está en el mundo y con sus engaños, trampas e hipócritas insinuaciones quiere hacernos caer en el momento menos pensado.
Hace tiempo se nos decía: “el diablo quita la vergüenza al momento de cometer el pecado y cuando llega el momento de la confesión nos devuelve la vergüenza”. Así sucede en la vida cotidiana, nos dejamos llevar de las tentaciones que el demonio presenta: grandeza o delirios exagerados de poder, creerse el centro de la atención, manipulación de conciencias, mal uso del dinero, corrupción, engaño, mentiras, calumnias, entre tantas otras cosas que podemos encontrarnos en lo cotidiano.
El diablo ve con malicia y astucia lo que Jesús puede necesitar en ese momento y le hace propuestas, no insignificante para algunos pero que, ante la Omnipotencia de Dios son minúsculas cosas que no podrían nunca sobrepasar su grandeza y amor. El maligno busca siempre dañar, no tiene ninguna consideración de quien pueda caer, no escatima esfuerzos para destruir el alma de los hijos de Dios y no descansa en los continuos ataques a quienes tratan de vivir de la mejor manera.
MARÍA NOS ACOMPAÑA EN LA CUARESMA
Coloquemos nuestra vida en manos de María, nuestra madre, a fin de que ella sea quien interceda ante Dios por todos y cada uno de sus hijos, y así poder ejercitarnos espiritualmente para ganar la batalla contra el mal y ser portadores del mensaje de paz que, como discípulos y misioneros, todos estamos llamados a extender. Así sea.
José Lucio León Duque