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Escribió Chiara Lubich: “Cuando dos almas se encuentran en el nombre de Cristo, Cristo nace entre ellas, es decir, en ellas, y, manteniendo esa unidad, pueden decir con sinceridad: “No soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí”. Lo importante es poner la unidad como base, como medio y como fin. En esta unidad querida por Dios, las dos almas se funden en uno y vuelven a aflorar iguales y distintas. Como la Santísima Trinidad”. Solo así puede producirse verdaderamente un encuentro, entrar en esta relación a través de experiencias reales y auténticas, y reconocer Su presencia en nuestra vida y en los demás.

Este fue el espíritu que nos condujo al Concilio Vaticano II y, en consecuencia, se transformó en una invitación que brotó del seno de la Madre Iglesia. Una invitación a promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos, “puesto que única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido” (Unitatis Redintegratio).

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El mundo se desgarra por dentro y por fuera, y el punto más apetecible por la oscuridad es la familia. La familia ha sido atacada, ofendida, satanizada por discursos ideológicos abastecidos de sombras y confusiones. ¿Por qué la familia? Por lo que ella tiene de fundamental para la humanidad. No solo es la célula fundamental de la sociedad humana, sino que, además –y más profundamente– es el lugar donde vivimos y transmitimos nuestra fe, sin prestar prudente atención en cómo ella misma responde a un preciso de salvación en Cristo, que Dios nos ha revelado en la Sagrada Escritura. Y mientras la familia es erosionada en sus bases por estos discursos, ¿qué hacemos los cristianos? Regodearnos en nuestras diferencias religiosas que, muchas veces, son una expresión de nuestro amor a nosotros mismos y no a Jesucristo.

Recordemos aquí a San Pablo, quien nos exhorta a actuar con nobleza de sentimientos, movidos por la caridad. Aunque sean malas o buenas nuestras intenciones, Cristo termina por ser predicado (cfr. Flp 1, 12-19) Sin embargo, si deseamos efectivamente dar consuelo y aliviar a Cristo con nuestro amor, si efectivamente nos une el mismo Espíritu y tenemos entrañas compasivas, debemos mantenernos unidos y concordes con un mismo amor y un mismo sentir (cfr. Flp 2, 1-2).

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A veces intuyo que el afán con que tejemos nuestras divisiones no descansa tanto en el amor a nuestras iglesias, ni a la verdad, sino en la complacencia a nosotros mismos, a tener la razón y, desde esa razón, anular al otro. Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo, recomendó no amarnos tanto a nosotros mismos y volver nuestro corazón al cumplimiento únicamente de la voluntad de Dios que, por cierto, nos brindará la potencia correcta para amarnos a nosotros mismos y a los otros.

Nuestra contemplación debe estar puesta en Cristo y no en nosotros mismos. Debe estar puesta en Cristo si buscamos habitar juntos en armonía (cfr. Sal 133,1), porque uno solo es Padre, uno solo es Cristo y esto nos hace hermanos (cfr. Mt 23,8-9), “puesto que el pan es uno, nosotros, que somos muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Cor 10,17).

Aquel a quien debemos nuestro nombre nos enseña a ver en el otro a nuestro prójimo, es decir, distantes cultural, política o socialmente, pero todos son suficientemente próximos para recibir nuestra amistad, atención, ayuda y apoyo. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.

 Valmore Muñoz Arteaga

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