Diez años después de la crisis en la que está sumida la República Árabe, el Cardenal Nuncio Apostólico en Damasco reitera la necesidad de ayuda en un escenario de pobreza, donde faltan escuelas y hospitales, mientras «el suelo es pisoteado y los cielos surcados por las fuerzas armadas de cinco potencias enfrentadas».
Massimiliano Menichetti
La guerra en Siria ha devorado vidas y paz y corre el riesgo de borrar la esperanza. Este es el temor del nuncio apostólico en Damasco, el cardenal Mario Zenari, que lleva diez años viviendo en un país desgarrado por la guerra, la violencia y los intereses partidistas. No siempre ha sido así, recuerda, pero hoy falta todo y se necesita un «río» de ayudas específicas. El Papa, ayer en el Ángelus y durante el viaje en avión tras la visita a Irak, volvió a dirigir su pensamiento a la «querida y atormentada Siria».
Eminencia, el Papa ha vuelto a invocar la reconstrucción, la convivencia y la paz para Siria…
Desde el inicio del conflicto, se ha hecho famoso el binomio que se repite a menudo en los llamamientos del Papa Francisco: «Siria amada y atormentada». Es uno de los países más cercanos a su corazón. Recientemente, durante el viaje apostólico a Irak, el Santo Padre mencionó a Siria. Durante el Ángelus de ayer, al hablar del triste aniversario de los diez años de guerra, recordó una vez más el inmenso sufrimiento de la población, e hizo un apremiante llamamiento a la solidaridad internacional para que se silencien las armas y se trabaje por la reconciliación, la reconstrucción y la recuperación económica, reavivando así la esperanza de tantas personas, duramente probadas por la creciente pobreza y la incertidumbre sobre el futuro.
En los últimos años ha habido muchas y variadas iniciativas, primero del Papa Benedicto XVI, y luego del Papa Francisco, para poner fin a la violencia y lanzar el proceso de paz. Ha habido otras tantas iniciativas en materia de ayuda humanitaria. Francisco es famoso por haber convocado una jornada de ayuno y oración por la paz en Siria el 7 de septiembre de 2013, pocos meses después de su elección como Papa. La plaza de San Pedro estaba repleta de fieles, precisamente en un momento dramático, quizá uno de los más cruciales para Siria. Él mismo lo recordó en el avión, hace unos días, durante su viaje de regreso de la visita apostólica a Irak.
¿Cuál es la cara del país que hoy también se enfrenta a la emergencia de COVID-19?
Ya no es la Siria que conocí cuando llegué allí hace doce años como nuncio apostólico. Hoy, al salir a las calles de Damasco, veo largas colas de gente frente a las panaderías, esperando pacientemente su turno para comprar pan a precios subvencionados por el Estado, a menudo el único alimento que pueden permitirse. Escenas nunca antes vistas, ni siquiera durante los años más duros de la guerra. Y pensar que Siria forma parte de la llamada «Media Luna Fértil», la Alta Mesopotamia, con llanuras hasta donde alcanza la vista, que se extienden a lo largo de unos 500 km entre los ríos Éufrates y Tigris: ¡una alfombra de oro durante el mes de mayo, cuando las cosechas son rubias! Se ven, además, largas colas de coches en las gasolineras, y se tiene dificultad para encontrar gasóleo para la calefacción doméstica, aunque en la parte oriental del país, en la frontera con Irak, hay pozos de petróleo que bastarían para un suministro casi completo de combustible para uso doméstico.
¿Cuál es el balance diez años después del estallido del conflicto?
La Siria de hoy tiene el rostro de un país en el que, en comparación con hace diez años, faltan varias categorías de personas: los muertos del conflicto ascienden a cerca de medio millón; 5,5 millones de refugiados sirios están en los países vecinos; otros 6 millones vagan, a veces varias ocasiones, de un pueblo a otro como desplazados internos. También hay cerca de un millón de migrantes. Decenas de miles de personas están desaparecidas. Faltan los jóvenes, el futuro del país. Más de la mitad de los cristianos se han ido. Faltan los padres y a veces incluso las madres de muchos niños. Para muchos de ellos no hay hogar. Además, faltan escuelas, hospitales y personal médico y de enfermería en medio de la emergencia de Covid-19. No hay fábricas ni actividades productivas. Pueblos y barrios enteros han desaparecido, arrasados o están despoblados. El famoso patrimonio arqueológico, que atraía a visitantes de todo el mundo, ha sido dilapidado. El tejido social, el mosaico de convivencia ejemplar entre grupos étnicos y religiosos, se ha visto seriamente dañado. La naturaleza también está sufriendo la contaminación del aire, el agua y el suelo causada por el uso de explosivos y diversos tipos de munición durante diez años. El suelo es pisoteado y los cielos surcados por las fuerzas armadas de cinco potencias enfrentadas entre sí, como nos recuerda a menudo el enviado especial de la ONU para Siria, Geir Pedersen. En definitiva, un panorama realmente desolador.
Tras estos largos años de guerra, la economía está muy dañada, faltan servicios básicos como escuelas y hospitales, la pobreza es otra plaga que aplasta al pueblo. ¿Corre Siria el riesgo de perderse en un escenario de abandono?
Es cierto que, en varias regiones de Siria, desde hace tiempo, no caen bombas, pero sí ha estallado lo que podría llamarse la «bomba» de la pobreza. Según los últimos datos de Naciones Unidas, cerca del 90% de la población siria vive actualmente por debajo del umbral de la pobreza. ¡Es la peor cifra del mundo! La lira siria ha perdido gran parte de su valor y los precios de los bienes de consumo básicos se han disparado. La gente llama a esta fase del conflicto «guerra económica». Además, faltan fábricas, es difícil encontrar trabajo y los salarios son muy bajos, y todavía no hay señales de una recuperación económica sustancial.