El Santo del día es una reseña diaria de los santos guardados en la memoria de la Iglesia. Historias de maestros de vida cristiana de todas las épocas que como faros luminosos orientan nuestro camino.
El Papa Urbano II
En 1095 el nuevo pontífice reunió un concilio en Clermont en el que pronunció un discurso incitando a todos los cristianos a recuperar los lugares sagrados de Palestina (en manos entonces de los turcos seléucidas de religión islámica), y estimulando el entusiasmo con la concesión de indulgencias y las ventajas económicas que ofrecería la colonización de un territorio fértil y escasamente poblado.
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La respuesta de quienes lo escuchaban, el grito de Dios lo quiere, se convirtió en el grito de guerra de los cruzados. La apelación a una cruzada cristiana contra el Islam en «Tierra Santa» respondía a la petición de ayuda del emperador de Bizancio, Alejo I Comneno, sometido a la presión militar del sultanato de Iconio.
Al año siguiente partió hacia Oriente una nutrida expedición de caballeros de Francia, Normandía, Lorena y Flandes, encabezada por Godofredo de Bouillon, Balduino de Boulogne, Roberto de Normandía, Raimundo de Toulouse y otros. Viajaron hasta Constantinopla, penetraron en Asia Menor, vencieron al sultán en la batalla de Dorilea, tomaron Nicea, Antioquía y, finalmente, Jerusalén (1099). Los cruzados se repartieron los territorios conquistados, creando varios estados cristianos en Siria y Palestina.
.Se puede suponer, sin riesgo de equivocarse, que Urbano II apreciaba mucho el consejo de san Bruno, pues le retuvo en Italia. San Bruno vivió algún tiempo con el Papa; más tarde, obtuvo permiso de retirarse a una ermita de Calabria, En los dominios del conde Rogelio. Aunque no se mostraba en público, permanecía a la disposición del Papa. Ello constituye un extraordinario ejemplo de obediencia y de la función de los contemplativos en la vida de la Iglesia. Sin duda que san Bruno aconsejó a Urbano II en el delicado asunto de las relaciones de san Roberto con la abadía de Molesmes y con la fundación del Cister.
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Según un documento pontificio, los monjes del Cister «hacen profesión de observar estrictamente la regla de San Benito», por consiguiente, no conviene obligarlos a volver a una forma de vida que desprecian.
También está fuera de duda que la influencia de san Bruno y la formación que el propio Urbano II había recibido en un monasterio, contribuyeron a que el pontífice favoreciera a los monjes y concediera privilegios a los monasterios de todo el mundo.
El papa Urbano II murió en aquel mismo año, sin haber recibido la noticia de que los cruzados habían tomado la ciudad santa; pero su idea pervivió en la Cristiandad por espacio de dos siglos.