La hermenéutica contemporánea ha acuñado una frase bordada para la historia por Georg Gadamer: “El diálogo que somos”. Frase puesta en el centro de la discusión que, de inmediato, nos remite a la consideración y comprensión de las prácticas culturales que vienen definiendo nuestras identidades por medio de las cuales la condición humana se va configurando al ritmo del diálogo con los otros y con el mundo. Sin embargo, no parece quedar evidenciado en la realidad. En occidente, especialmente en el siglo XX, el diálogo se redujo a un monólogo del Yo: monólogo autoritario, absolutista y totalitario.
El hombre moderno y, por extensión, las instituciones modernas, son sujetos monológicos con una interioridad y una mente, una conciencia cerrada en sí misma. Un poco los hombres huecos que describe T. S. Eliot en su famoso poema. El hombre contemporáneo es un guetto, persona cerrada y replegada en sí misma. Nutrida por visiones antropológicas reductivas. Hombres y mujeres globalizadamente más cercanos, pero cada vez menos hermanos, con una debilitada dimensión comunitaria de la existencia. A este hombre, el Papa Francisco, le ha escrito Fratelli Tutti, un documento que puede ser perfectamente una brújula orientadora en un proceso de transformación antropológica a la cual nos convocó en Laudato Si.
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Jesucristo fue un ser dialogante. Cuando repasamos los evangelios lo podemos comprobar con facilidad transparente. San Francisco de Asís fue un ser dialogante que “invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio”. Hombre que no empleó el diálogo para promover disputas ni controversias, sometidos a la convicción de comunicar el amor de Dios, su dimensión universal y su apertura a todos. Transformarnos en seres dialogantes implica ser seres para el acercamiento, permaneciendo abiertos a la verdad, pues es ella, la verdad, la luz que debe orientar siempre al espíritu de todo diálogo.
Esa verdad es la que enmarca un auténtico diálogo social, ya que “brinda las condiciones para respetar el punto de vista del otro, aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos”. Lamentablemente, vivimos en un mundo en el cual no hay verdades objetivas ni principios sólidos, más allá de la satisfacción de los propios proyectos personales y de las necesidades inmediatas. En Laudato Si, Francisco expone “cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes solo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar”.
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San Juan Pablo II en Veritatis splendor nos exigía “reconocer la capacidad de destrucción que hay en nosotros. El individualismo indiferente y despiadado en el que hemos caído”. Comprender que “ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales”. Aceptar que existen valores permanentes que otorgan solidez y estabilidad a una ética social. Por ello, no se trataría tanto de crear una nueva cultura, sino de retomar el camino, pero respetando verdaderamente la dignidad propia y ajena.
Hacer del encuentro un hecho cultural, comprendiendo que, si bien es cierto, integrar a los diferentes es mucho más difícil y lento, es lo que realmente podría garantizar una convivencia pacífica, real, sólida y duradera. Aprender a reconocer en el otro su derecho de ser él mismo, de ser distinto. La intolerancia y el desprecio, el ignorar la existencia y los derechos del otro conduce irremediablemente a la violencia, a veces sorpresiva y brutal. Hacer del encuentro un hecho cultural que recupere y valore la amabilidad. Recomenzar desde la verdad, tratando de ver al oponente político o al vecino de casa con los mismos ojos que a los hijos, esposas, esposos, padres o madres, qué bueno sería. Paz y bien.
Valmore Muñoz Arteaga