Atravesamos por una de las crisis más agudas de su historia. Mario Briceño-Iragorry nos hablaba a mediados de la década de los 40 de una crisis de caridad, pero creo que hemos rebasado con creces esa idea. Tanto ruido penetra tan profundamente que termina desajustando nuestra ya muy pobre vida interior, espacio en el cual, creo yo, se sostienen todos los hombres.
Cuando siento que llego al límite y que mis oraciones, seguramente mal hechas, no logran abrigarme ante la crudeza de la intemperie, suelo buscar en hombres y mujeres que, pese a haber vivido tiempos más extremos y complejos que los míos, nunca perdieron su fe, su esperanza y la fortaleza interior que orienta mejor el sentido de la vida.
En estas andanzas he llegado a un librito que escribió Gabriela Mistral entre 1922 y 1923 cuando la poeta residía en México, pero que publicó a mediados de los años 60 llamado Motivos de San Francisco. Este librito reúne una veintena de poemas en prosa cuyo centro amoroso es la vida de este tan particular santo de la Iglesia de Cristo.
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Cuando el mundo repentinamente se endurece y se torna en una especie de fiera mitológica en vez de la consumada humanidad que Dios deseara, escribe Gabriela Mistral al inicio del libro, el genio franciscano, que es sobre todo un genio espiritual, se expande, se hace más sólido y se intensifica, como lo hacen las fuerzas cósmicas. El recuerdo y testimonio de San Francisco se transforma en tiempos como los que vivimos en un camino hacia el recuentro con lo que verdaderamente es el hombre.
En tiempos de San Francisco, el hombre era comprendido desde una perspectiva más bien pesimista. Imagen de Dios, sí, pero cargado de pecado y de ruina. San Francisco, sin marcar distancia con la doctrina, mira al hombre y su realidad desde otra perspectiva. Su mirada busca cobrar sentido en la mirada de Cristo, cuya presencia viva y ardiente se encuentra escondida debajo de la condición humana, en especial, de esa humanidad desfigurada y herida por la enfermedad y la indigencia.
Los ojos de San Francisco beben en los presupuestos de la fe que desnudan al hombre como una emanación muy íntima del Dios trino. El hombre, en virtud de ello, corresponde a dos feudos diversos, a veces antagónicos: el individual y el social. El hombre es para sí y es para los demás, al igual que las personas divinas son para sí mismas, pero lo son también la una para la otra.
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San Francisco contempla al hombre como ser esencialmente relacional con todas las posibilidades de superar la soledad y el individualismo. Plantea que el hombre salga hacia el otro, hacia los demás, hacia la creación, pues no está aislado, no está encerrado, sino que está en permanente apertura al gran teatro de las obras divinas en cuyo interior respira la presencia del Creador. El prójimo se transformará en el marco referencial a partir del cual el hombre va edificando su identidad. San Francisco vive al otro no como un simple semejante, ni siquiera como prójimo, sino como hermano, pues su idea de la fraternidad está tejida desde la convicción certera de que Dios es Padre de todos sin excepción.
San Francisco sabía en su corazón que, en el fondo, las estructuras de la sociedad humana no quieren ser destructoras del hombre, pero lo son poco o mucho. La sociedad tiende siempre a arrastrar al hombre a una vorágine de producción y consumo corroyendo todo ese universo interior donde palpita su sentido verdadero. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz