“¡Oh dulcísimo amor de Dios, mal conocido! El que halló sus venas descansó”, escribía San Juan de la Cruz en un grupo de sentencias escritas entre 1578 y 1580 reunidas en lo que terminó llamando Dichos de luz y amor. Sentencias que, según las fuentes, son sus primeros escritos de poderosa fuerza sintética a partir de los cuales germinaría toda su obra posterior.
En tiempos en los cuales el ruido y la estridencia han invadido nuestra vida y todos nuestros espacios, el gozo infinito que nos reserva la lectura de San Juan de la Cruz nos ayuda a reencontrarnos y reconciliarnos con aquellas dulces ideas que nos tejiera en el alma desde su alma enamorada: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿Qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera, y gloriate en tu gloria; escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón».
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San Juan de la Cruz fue un místico católico del siglo XVI español y, junto con su coetánea Santa Teresa de Jesús, el más significativo de la escuela carmelitana. Figura de primer nivel en la historia de las letras españolas, período de florecimiento y auge de la literatura espiritual religiosa. La poesía y los tratados sobre el género reflejan la tensión de la vida espiritual de aquel tiempo, tan agitada y saturada de eventos, de ideas y de lances inquisitoriales, dentro de los que se vio envuelto nuestro santo.
Su obra cuenta con una larga tradición de estudios filológicos. Sus obras mayores Noche Oscura, Cántico Espiritual, Llama de Amor Viva son poesías comentadas: los versos, que despliega la trama del amor místico entre Dios y el alma son interpretados en los tratados espirituales, destinados a explicar a los “principiantes” el modo de “subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de la perfección, que aquí llamamos unión del alma con Dios”.
Comenzó a vivir con intensidad una vida purgativa dentro de la cual el alma comienza a despojarse de todas las cosas que la atan hasta alcanzar la vía iluminativa. Inició su peregrinaje tallando cristos de madera mientras pensaba ardientemente en trabajos que lo ayudaran a padecer por el Señor. Y mientras más profundizaba en sus experiencias más crecía su talento, y mientras más crecía su talento, más notoria se hacía la envidia que despertaba entre sus propios hermanos. Una envidia que no sólo se conformó con encerrarlo, sino con cebarse en la idea de desterrarlo a México. Envidia que transformaba en amor, un amor que derramó en su obra para enseñar a otros el camino del amor.
San Juan de la Cruz es una luz en la oscuridad, sereno de las noches oscuras, es decir, el encargado de vigilar las calles regulando la iluminación en horas nocturnas. Una luz que nos enseña los modos de tener, de ir y de no impedir al Todo esperando hallar quietud y descanso en el espíritu “porque, como nada codicia, nada le impele hacia arriba, y nada le oprime hacia abajo, que está en el centro de su humildad, que cuando algo codicia, en eso mismo se fatiga”. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga