“La alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea para nosotros un dulce recordatorio cuando el camino se hace difícil. Es el Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo la esperanza que llena el vacío de la tristeza”, lo dijo el Papa León XIV en la audiencia general de este miércoles, 22 de octubre, continuando con su ciclo de catequesis sobre la persona de Jesús nuestra esperanza, en esta ocasión reflexionando sobre una de las enfermedades de nuestro tiempo, la tristeza, a la luz de la resurrección de Jesucristo.

La resurrección de Jesucristo nunca termina de ser contemplado
A los miles de files y peregrinos que se congregaron en la Plaza de San Pedro para la Audiencia general, el Santo Padre les dijo que, “la resurrección de Jesucristo es un acontecimiento que nunca termina de ser contemplado y meditado, y cuanto más se profundiza en él, más nos quedamos llenos de asombro, atraídos como por una luz deslumbrante y al mismo tiempo fascinante”.
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“Fue una explosión de vida y alegría que cambió el sentido de toda la realidad, de negativo a positivo; sin embargo, no ocurrió de manera espectacular, y mucho menos violenta, sino de forma suave, oculta, podríamos decir humilde”.
La tristeza una enfermedad invasiva y generalizada
Y es precisamente a la luz de la resurrección que el Obispo de Roma les propuso reflexionar sobre cómo la resurrección de Cristo puede curar una de las enfermedades de nuestro tiempo que acompaña los días de muchas personas, una enfermedad invasiva y generalizada: la tristeza.
“Se trata de un sentimiento de precariedad, a veces de profunda desesperación, que invade el espacio interior y parece prevalecer sobre cualquier impulso de alegría.

Los discípulos de Emaús, un paradigma de la tristeza humana
La tristeza, precisó el Pontífice, le quita sentido y vigor a la vida, que se convierte en un viaje sin dirección y sin significado. En este sentido, el Papa recordó el famoso relato del Evangelio de Lucas (24,13-29) sobre los dos discípulos de Emaús. Ellos, desilusionados y desanimados, se alejan de Jerusalén, dejando atrás las esperanzas puestas en Jesús, que ha sido crucificado y sepultado.
“En sus primeras frases, este episodio muestra como un paradigma de la tristeza humana: el fin de la meta en la que se han invertido tantas energías, la destrucción de lo que parecía esencial en la propia vida. La esperanza se ha desvanecido, la desolación se ha apoderado de su corazón. Todo ha implosionado en muy poco tiempo, entre el viernes y el sábado, en una dramática sucesión de acontecimientos”.
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