Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo de la Diócesis de San Cristóbal, la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo estén con todos ustedes.
En esta jornada de reflexión, y siguiendo el espíritu de nuestra serie catequética Comunicando Vida, hago un llamado a sumergirnos en la riqueza de nuestra fe, quisiera meditar con ustedes sobre dos pilares fundamentales: la dignidad de la Santa Misa y la profundidad de la fe en Él.
Los documentos que nos guían en este momento, particularmente aquellos que beben de la Instrucción Redemptionis Sacramentum del Papa San Juan Pablo II, nos recuerdan que la Eucaristía es la fuente y cumbre de toda vida cristiana, y por ello, su celebración debe resplandecer en dignidad, nobleza y limpieza.
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La Iglesia, nuestra madre, nos enseña que la comunidad de los fieles tiene el derecho inalienable a una celebración digna, sobre todo los domingos, el día del Señor.
Esto implica un llamado a la reverencia que comienza en el corazón de cada uno, pero que se materializa en el cuidado de lo sagrado. La ornamentación del altar, el recogimiento del templo, y el silencio de preparación no son meros detalles estéticos; son signos visibles de nuestra fe en la presencia real de Cristo. Nos exhorta la Iglesia a que la celebración eucarística debe ser preparada diligentemente.
No se trata de una improvisación o de una rutina, sino de una inmersión consciente en el misterio. Esta diligencia es un acto de amor que se extiende a cada parte de la Misa: desde la proclamación del evangelio, reservada al ministro ordenado, hasta el canto del cordero de Dios durante la fracción del pan eucarístico, un gesto realizado solo por el sacerdote y que evoca la última cena. En este acto, entendemos profundamente que, siendo muchos, formamos un solo cuerpo al participar de un solo Pan, que es Cristo.
En este sentido, se nos recuerda una norma crucial: debe cesar la práctica de cambiar los textos sagrados. Las oraciones, las lecturas, el Credo y las ofrendas se realizan según lo indica el Misal Romano porque la Liturgia no es propiedad privada de nadie. Es el tesoro de la Iglesia, una herencia que comunica la fe de manera íntegra y universal. La Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística están íntimamente unidas, formando un único acto de culto donde la voz de Dios resuena antes de que su Cuerpo y Sangre sean ofrecidos en el altar. Es el obispo, en su diócesis, quien debe vigilar con atención la homilía, asegurando que esté fundamentada estrictamente en los misterios de la Salvación.
Hermanos, la celebración digna de la misa nos lleva directamente a profundizar en la importancia de la fe en Él. Como nos recuerda San Juan (14,1-6), el Evangelio de este domingo, recordando a nuestros Fieles Difuntos es un mensaje de consuelo. Jesús no quiere que perdamos la paz ante su partida inminente, sino que miremos hacia Él como el camino hacia el Padre.
Aquí radica la esencia de la vida abundante. La fe en Dios y la fe en Cristo se presentan como interdependientes. Creer en Dios implica necesariamente creer también en Él (Jesús), pues Él es el único camino, la verdad y la vida. Esta afirmación no se refiere a un mero conjunto de creencias intelectuales o dogmas correctos, sino a una relación personal y existencial con Jesús.
La vida en abundancia que Cristo nos ofrece no es una vida sin problemas, sino una vida anclada en una relación profunda con quien nos promete que va a prepararnos un lugar en la casa del Padre.
Es una fe que nos hace formar un solo cuerpo, que nos exige diligencia en el culto, sobriedad en nuestras ofrendas y fidelidad a los textos sagrados. Es una fe que nos da el consuelo y la dirección para no perder la paz.
Que esta reflexión nos impulse a vivir cada misa con mayor devoción y a crecer cada día en esa relación personal y existencial con nuestro Señor Jesucristo. Que el Espíritu Santo les dé la fortaleza para comunicar vida y vida en abundancia.
Monseñor Lisandro Rivas
Obispo de la Diócesis de San Cristóbal



