No se puede vivir el Evangelio haciendo compromisos, de lo contrario se termina en el espíritu del mundo, que apunta al dominio de los demás y es «enemigo de Dios», sino que hay que elegir el camino del servicio. La reflexión del Papa, esta mañana en la homilía de la misa en la Casa Santa Marta, parte del pasaje del Evangelio de hoy (Mc 9,30-37) en el que Jesús dice a los Doce que quien quiere ser el primero está llamado a hacerse el último y el servidor de todos. Jesús sabía que a lo largo del camino los discípulos habían discutido entre ellos sobre quién era el más grande «por ambición». Esta disputa diciendo «yo debo ir adelante, yo debo subir», explica el Papa, es el espíritu del mundo. E incluso la primera lectura de la liturgia de hoy (Stg 4, 1-10) remarca este aspecto, cuando el apóstol Santiago recuerda que el amor por el mundo es el enemigo de Dios.
Esta ansiedad de mundanidad, esta ansiedad de ser más importante que los demás y decir: «¡No! Yo merezco esto, no lo merece el otro». Ésta es la mundanidad, éste es el espíritu del mundo y quien respira este espíritu, respira la enemistad de Dios. Jesús, en otro pasaje, dice a los discípulos: «O estáis conmigo o estáis contra mí. No hay compromisos en el Evangelio. Y cuando uno quiere vivir el Evangelio haciendo compromisos, al final se encuentra con el espíritu mundano, que siempre trata de hacer compromisos para trepar más, para dominar, para ser más grande.
La envidia es una termita que conduce a la destrucción
Tantas guerras y tantas peleas provienen precisamente de deseos mundanos, de pasiones, señala el Papa refiriéndose nuevamente a las palabras de Santiago. Es cierto que «hoy en día el mundo entero está sembrado de guerras. ¿Pero las guerras que hay entre nosotros? Como aquella que había entre los apóstoles: ¿quién es el más importante?», se pregunta Francisco:
Mira la carrera que hice. ¡Ahora no puedo volver atrás !» Ese es el espíritu del mundo y eso no es cristiano. «¡No! ¡Es mi turno! Tengo que ganar más para tener más dinero y más poder». Éste es el espíritu del mundo. Y luego, la maldad de los chismes: las habladurías. ¿De dónde viene? De la envidia. El gran envidioso es el diablo, lo sabemos, la Biblia lo dice. Por envidia. Por la envidia del diablo entra el mal en el mundo. La envidia es una termita que te lleva a destruir, a hablar mal, a aniquilar al otro.
El más grande de la Iglesia es el que se vuelve servidor
En el diálogo de los discípulos aparecían todas estas pasiones y por eso Jesús los reprende y los insta a convertirse en servidores de todos y a ocupar el último lugar:
¿Quién es el más importante de la Iglesia? El Papa, los obispos, los monseñores, los cardenales, los párrocos de las más bellas parroquias, los presidentes de asociaciones laicas… ¡No! El más grande de la Iglesia es el que se hace servidor de todos, aquel que sirve a todos, no el que tiene más títulos. Y para hacer entender esto, tomó un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo con ternura -porque Jesús hablaba con ternura, tenía tanta – les dijo: » El que recibe a uno de estos pequeños, me recibe a mí”, es decir, el que acoge al más humilde, al más servidor. Éste es el camino. Contra el espíritu del mundo hay sólo un camino: la humildad. Servir a los demás, elegir el último lugar, no trepar.
Por lo tanto, no hay que «negociar con el espíritu del mundo», no hay que decir: «Tengo derecho a este lugar, porque, mira la carrera que he hecho». La mundanidad, de hecho, «es enemiga de Dios». En cambio, hay que escuchar esta palabra «tan sabia» y alentadora que Jesús dice en el Evangelio: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. (Vatican News)