Moisés, luego de huir al desierto por defender a un hermano hebreo, tiene una experiencia de vida que lo marcará para siempre. Yahvé lo atrae mediante el símbolo de la “zarza ardiente”. Allí tiene un primer encuentro con el Dios de Israel. Es un relato que contiene una fuerte carga vocacional. Dios llama a Moisés por su propio nombre. Él responde claramente: “Aquí estoy”.
Pero el mismo Dios le advierte que no se acerque hasta descalzarse de sus sandalias, pues lo que va a pisar es tierra sagrada. Con ello, está significando ciertamente que la presencia de Dios se va a dar en todo lugar y momento de la vida de su pueblo. Seguidamente nos encontramos con el centro clave de todo lo que seguirá, no sólo en ese momento sino de ahora en adelante: “Yo soy el Dios de tus Padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”. Es decir, no hay otro dios. Sólo Él lo es.
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Como nos dice el autor sagrado, Moisés sintió miedo de asombro y por ello se cubrió el rostro con las manos. Es cuando Dios le da a conocer la segunda parte de esa clave central: su preocupación por el pueblo que vive oprimido y esclavizado en Egipto. Es tal su preocupación que ha decidido liberarlo y llevarlo a una tierra donde mana leche y miel.
Partiendo de estos dos elementos claves, Dios mismo le da la misión a Moisés de realizar dicha liberación. Para ello, le da la señal: decirles que actuará en el nombre de Dios, que es “YO SOY”. En este nombre, que será único y para siempre, Moisés es enviado para cumplir la misión encomendada.
Dentro de la experiencia que vivimos durante esta Cuaresma signada por la esperanza que no defrauda, Moisés se nos presenta como ejemplo de tres cosas importantes: su llamada y respuesta, para poder hacer la liberación del pueblo; con ello manifiesta que ha de cambiar. Este cambio implica una conversión: es decir, iniciar una nueva forma de vida y de actuación. Es por eso, por lo cual se le invita a descalzarse. Esto es, a desprenderse de todo aquello que pueda estorbar el cumplimiento de su misión y el reconocimiento de que Yahvé es el único y verdadero Dios. Y en tercer lugar, se manifiesta como el “peregrino de la esperanza” que libera a su pueblo y lo conduce al nuevo Edén de la tierra prometida.
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La intencionalidad eclesial de este Domingo III de Cuaresma apunta a hacernos tomar conciencia de lo que hemos de ser. También como a Moisés, el Señor nos pide la conversión, con la cual nos desprendemos de nuestras sandalias; es decir de todo aquello que obstaculice la misión que nos entrega. Al igual que Moisés, transformado por el encuentro con Yahvé nos toca a nosotros actuar en el nombre de Dios. Al hacerlo, sobre todo por nuestro testimonio, no sólo estaremos dando a conocer al verdadero Dios, sino invitando a todos a seguirlo por siempre.
Esa misión, aunque pueda resultar altisonante a algunos oídos escrupulosos, conlleva con el anuncio de la razón de ser (la centralidad del Dios que salva) Y nos impulsa a ser como Moisés: capaces de dar la liberación a nuestra gente oprimida por el pecado del mundo y sus consecuencias.
Y es una tarea que es urgente. Vivimos en un mundo donde las esclavitudes y oscuridades requieren que, por ser seguidores del nuevo Moisés, podamos contribuir con la libertad que nos dio el Cordero inmolado en la pascua redentora. Así nos lo recuerda Pablo (Gal 5,1): “Para esto nos liberó Cristo, para ser libres”.
Mons. Mario Moronta Obispo emérito de la Diócesis de San Cristóbal