Acertado y palpable es el sentimiento de San Pablo VI en Evangelii Nuntiandi al decir “esta ruptura entre el Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestro tiempo”, y es que la historia misma va dando cambios, unos más evidentes e influyentes que otros. Lamentablemente, muchas veces pretende verse la cultura como una importancia secundaria, por lo cual no banderea los grandes temas de interés y este pensamiento blando ha hecho que los tiempos actuales, como lo expresaba Pablo VI, sufre la ruptura de lo divino con lo cultural. Esto desdice de la esencia de las cosas, esto no permite una visión plena ni de lo sacro ni de lo bello.
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Desde la fe, esta realidad no permite una vivencia plena de la misma, pues el arte que es destinado al culto es un medio que permite una conexión con lo divino. Si bien Cristo es el Verbo Encarnado, la imagen visible del Padre, el arte cristiano es entonces también resplandor de la verdad y de la belleza de Cristo, que permite un permanente recuerdo e incita evocar en la oración aquello que contempla, que evidentemente no es esencia de lo que muestra sino un recuerdo, aunque esto es un tema de que compete a la cátedra encargada de las herejías, pero no está de más la mención.
Es necesario insistir en el riesgo de disminuir el arte sagrado a la mera estética, pues es la realidad cultural a la que está destinado tal arte la que le da una dimensión nueva y trascendente.
La Iglesia, por lo tanto, siempre dada a las artes en apoyo y servicio, busca constantemente este medio para dar decoro a los lugares santos, para revestir de dignidad a la esposa de aquel que es Bello por naturaleza, y sobre todo para hacer del arte un lugar teológico, donde los signos y símbolos hablen por sí mismos de las realidades eternas.
No obstante, el arte y la fe deben ir de la mano con algo que es imprescindible, la cultura. La cultura será la que rija el modo en que el arte tenga efectividad espiritual, pues el hombre es movido por aquello que conoce o identifica como propio o cercano. De tal manera que el arte debe valerse de los tópicos de cada cultura para enriquecer su belleza y su contenido.
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Haría bien pensar en algunas culturas. Las africanas tan pintorescas y alegres, las latinoamericanas tan ricas en influencia de otras culturas y a la vez tan identificada consigo misma, la europea tan elegante y pomposa; y cada una de ellas, cada cultura, hará efecto en el hombre en cuanto más se identifique con él.
Al centrar la mirada en el arte cristiano se nos propone tres dimensiones: teológica, antropológica y cosmológica. Estas tres son de gran significado en el contexto cristiano, pues son términos profundos que establecen más que una paleta de colores, ofrecen un auténtico significado.
Al situarlo en el plano teológico, refiere a la relación con lo divino, a la posibilidad de hacer de tal cosa un punto de encuentro con el Señor, además de un rico bagaje doctrinal que sintetiza ilustrativamente un misterio hermoso. Al situarlo en plano antropológico, se hace un canto al Verbo que se encarnó para la salvación de la humanidad y además de ser el hombre el instrumento por el que Dios traza sus pinceladas. Luego, al situarlo en plano cosmológico porque el artista se ve inspirado en medio de una creación que es bella en semejanza y menor grado que su Creador, si bella es la flor, mucho más el que la pensó y la creó.
Lamentablemente también hay que aceptar los errores del arte en la Iglesia, en lo que se podría denominar un pseudo arte. Pudiera ser que muchas veces se de este error por la fealdad de las cosas que se emplean, pero no solo por eso, también el exceso ostentoso de muchas obras de arte no permite una visión clara y una respiración ligera, tan necesarias para la oración.
Maxime cuando el deseo de llenar o rellenar los espacios sagrados con obras artísticamente bellas, esperando sea siempre así, cometen el error de tapar con ello lo que es esencial: en el templo, el altar; en el oratorio, el sagrario; en la Capilla, la imagen central. Es necesario siempre un criterio eclesial de belleza y verdad, con la capacidad de encarnar en tales cosas lo espiritual.
Carlos Peña
Seminarista