En su más reciente libro, El Espíritu de la Esperanza, el filósofo Byung-Chul Han se ocupa también de la esperanza. Ha volcado su vista sobre la esperanza, ya que hablar de ella es hablar de sentido, de horizonte de sentido, de salir de un yo encapsulado a un nosotros compartido; es hablar de futuro. Y es que escribir sobre la esperanza, pensar y meditar en ella, resulta siempre novedoso y, al mismo tiempo, una buena noticia, en especial en estos tiempos cuando los apocalipsis parecen estar de moda. Están de moda y se venden.
Byung-Chul Han hace una distinción entre esperanza y optimismo. El segundo se tiene (o no). Se posee como la talla corporal o un rasgo personal invariable. Sin embargo, a diferencia de la esperanza, el optimismo no es una puerta abierta al futuro, entre otras cosas, porque carece de imaginación para lo nuevo y es incapaz de apasionarse por lo que jamás ha existido.
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La esperanza, a diferencia del optimismo, no se refiere a pensar que algo saldrá bien, sino a esperar algo más a pesar de que las cosas no salgan como se esperaba. Por cierto, la esperanza nada tiene que ver con el pernicioso pensamiento positivo o la psicología positiva que vienen a decir que, si quieres, puedes y que cada uno es responsable de su propia felicidad o infelicidad.
Sobre esto, medita Han: “La psicología positiva psicologiza y privatiza el sufrimiento […]. El culto a la positividad aísla a las personas, las vuelve egoístas y suprime la empatía, porque las personas ya no les interesa el sufrimiento ajeno. Cada uno se ocupa solo de sí mismo, de su felicidad, de su propio bienestar […]. A diferencia del pensamiento positivo, la esperanza no les da la espalda a las negatividades de la vida. Las tiene presentes. Además, no aísla a las personas, sino que las vincula y reconcilia”.
Por ello, el optimismo defrauda, la esperanza no. A diferencia del optimismo y del pensamiento positivo que dependen de la capacidad de cada cual, de ver el lado favorable de las cosas, señala el Papa Francisco, la esperanza “no está fundada sobre eso que nosotros podemos hacer o ser, y tampoco sobre lo que nosotros podemos creer”.
El racionalismo moderno pontificó esencialmente que cuanto más nos apliquemos en vivir bajo la guía de la razón, más nos esforzaremos en depender menos de la esperanza. Han, al igual que la Iglesia Católica, comprende perfectamente que una y otra no se excluyen, más bien se complementan. Explica que “la esperanza tiende una pasarela sobre un abismo al que la razón no se atreve a asomarse. La esperanza percibe un armónico para el que la razón es sorda.
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La razón no advierte los indicios de lo venidero, de lo nonato. Es un órgano que solo rastrea lo ya existente”. Esta esperanza está fundada directamente en Dios, en su amor, su llamado, su poder, su veracidad, su fidelidad.
“La esperanza genera sus propios conocimientos”, resalta atinadamente. La esperanza, en fin, “agranda el alma para que acoja las cosas grandes”. Por eso, sostiene, “es una excelente vía de conocimiento”. En el libro Fe y Futuro, Benedicto XVI señala que el ser humano actual tiene la mirada puesta en el futuro, pero un futuro no como regalo de lo alto sino como planificación y cálculo nuestro: “El ser humano espera la salvación de sí mismo y parece capaz de dársela”. Esto implica una vuelta al corazón. Una vuelta al corazón que desarme la racionalidad moderna y la abra hacia el infinito que se ha negado. Gracias a Dios, la esperanza nunca defrauda. Paz y bien, a mayor gloria de Dios.
Valmore Muñoz Arteaga