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Esperar en silencio

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Escribo estas líneas con espíritu testimonial, es decir, serán palabras que brotan de mi intimidad más personal. La palabra testimonio proviene del latín testimonium y deriva de la palabra latina testis (“testigo”), por lo que puede entenderse como el relato de un testigo. ¿Testigo de qué? Testigo del amor de Dios.

En tal sentido, es una obligación, inducida por el amor, de compartir la potencia vivificadora del amor, un amor que, en primera instancia, no podemos entender, pero que, como la belleza, va revelándose progresivamente, en la medida en que nos abrimos a él y lo aceptamos.

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Este año que termina fue, en el plano personal, muy difícil. Tuve que lidiar con la falsedad y la injusticia, con el cinismo y el descaro, de una manera tan intensa que, lo recuerdo bien, los días se hicieron lentos, pesados y espesos. Se me ocurre pensar en cómo transcurrieron las horas cuando María y José, presos de una angustia asfixiante, buscaban a Jesús, a quien habían perdido mientras regresaban de Jerusalén. Recordé, y en más de una oportunidad, a Nietzsche quien consideraba al sufrimiento como parte de la tradición cristiana que debía eliminarse, pero no por ello lo eliminaba, sino que lo aceptaba como parte de la vida.

El sufrimiento no forma parte de la tradición cristiana. El sufrimiento forma parte de la condición humana y, por lo tanto, no hay manera de escapar de él. No hay atajos. No hay caminos cortos. Eso me quedó bastante claro. Recuerdo que volví a leer la carta apostólica Salvifici doloris, en la cual, San Juan Pablo II, meditó sobre el sufrimiento, pero no como concepto abstracto o como una palabra más en el diccionario. La meditó desde su propio sufrimiento, así pudo penetrar el sentido salvífico del sufrimiento humano. Sí, salvífico.

Si el sufrimiento comparte la misma esencia de la naturaleza humana, es inseparable de nuestra existencia terrena y nos exige superarnos a nosotros mismos, solo el amor de Dios, su misericordia, única salvación de todo mal, se postra junto a la humanidad, alivia el rostro enfangado, los miembros golpeados.

Entonces, comprendí aquello de “esperar en silencio la salvación del Señor” (Lam 3, 26). Sin embargo, no se trata de una espera pasiva, no. Se trata, más bien, de abrirnos al amor de Dios comprendiéndolo como lo hizo San Josemaría: «No olvides que el Dolor es la piedra de toque del Amor».

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“El sufrimiento humano suscita compasión; suscita también respeto, y a su manera, atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio específico […] el hombre, en su sufrimiento, es un misterio intangible”, señala San Juan Pablo II. Por ello, comprendí que el dolor le imprime a la vida su sentido efímero. Recuerdo muy bien que pensaba estar en la cruz -la mía- pero que alguien molestaba mis manos y pies para que el dolor se volviera más intenso. Hasta que comprendí que no se trataba de nadie, sino de mí, de no aceptar el punzante dolor producido por los clavos, de mis intentos por desclavarme.

Un dolor similar al de María y José buscando entre las personas, en cada calle, en todas las esquinas, buscando a Jesús con cruda inquietud. ¿Inquietud? Inquietud es no tener descanso. Claro, San Agustín escribió en sus Confesiones que nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en el Señor.

El corazón de María y José descansó al encontrar a Jesús. El sufrimiento es un camino para encontrar a Jesús, pero no para eliminar el dolor de nuestra vida, sino para aprender lo que señala San Pablo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo… sabiendo que quien resucitó al Señor de entre los muertos, también nos resucitará con Jesús” (2Co 4, 8-11.14). Paz y bien, a mayor gloria de Dios.

Valmore Muñoz Arteaga

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