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miércoles, octubre 30, 2024
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La crónica menor: Integrismo e Intolerancia

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Vivimos tiempos recios en los que parece imponerse la fuerza de quienes desde el poder o desde el sentirse únicos dueños de la verdad, pisotean la libertad individual, la dignidad de cada persona, queriendo convertir las sociedades en mansas manadas de ciegos seguidores, a los que no les queda otro camino sino sobrevivir aceptando aunque sea a regañadientes las directricres de los nuevos esclavistas del siglo XXI. Escribió García Sanmiguel que “la concepción integrista desconoce la suprema dignidad humana. Al pretender dirigir al hombre hacia el bien, desconoce un hecho elemental: que el hombre solo puede alcanzar el bien cuando lo elige por sí mismo. Un bien forzado impuesto al hombre es un bien mecanizado, degradado, no es un auténtico bien. Habría que añadir además que, en la práctica, los intentos de rígida dirección de la vida humana terminan frustrándose en la estirilidad, al renunciar a esa importante fuerza de reacción y progreso que es la libertad”.

Este integrismo, es decir, esa concepción rígida de la existencia de los demás según unos criterios impuestos, lo encontramos en todos los escenarios de la vida humana, en esos grupos neoconservadores, de aparente estricta observancia, que interpretan la existencia social desde su óptica, reacios siempre a los cambios que exige la modernidad. También los encontramos en la Iglesia, para explicar que no justificar, por ejemplo, los ataques al Papa Francisco o la descalificación de los obispos, porque se oponen a todos los cambios urgentes que propicia este pontífice o la realidad eclesial latinoamericana; y también, la postura de otros grupos que atacan al Papa o a la Iglesia jerárquica, porque no interviene más directamente en los asuntos sociopolíticos que competen, de hecho, a quienes exigen lo que a ellos les toca protagonizar.

Pero la fuerza de los hechos recientes me obliga detenerme en el virus integrista que recorre América Latina y a nuestro país en las últimas décadas. Ante el fracaso y las espectativas de los gobiernos de centro-derecha o las socialdemocracias, han surgido candidatos populistas de tinte antiimperialista, izquierdosos salpicaddos de un marxismo trasnochado, que llegan al poder en comicios democráticos, para convertirse inmediatamente en los propulsores de cambios constitucionales que les permitan permanecer en el poder de forma indefinida. Ecuador, Nicaragua, en parte Argentina y Brasil, Bolivia y por supuesto Venezuela son ejemplos nefastos de lo que hemos vivido desde finales del siglo XX hasta hoy. Reelecciones indefinidas, cambios en el sistema electoral que conllevan corrupción y fraudes, poder judicial amañado para servir de mampara de todo lo que se propone más allá o al margen de los textos legales. Algunos de esos regímenes muestras mejoras en lo social, otros como el nuestro tiene poco que mostrar pues la destrucción sistemática del aparato productivo y la restricción de las libertades públicas dejan campo abierto a la fuerza policial y al imperio del miedo y la represión.

Es lo que está en pleno desarrollo en Bolivia, espejo en el que debemos mirarnos. Evo Morales ha hecho, antes y ahora, triquiñuelas con visos de legalidad para permanecer en el poder. El fraude en esta última consulta ha sido tan clamoroso que el pueblo, la fuerza armada y los organismos internacionales, le han exigido la renuncia. En cualquier país que se precie de respetuoso de la legalidadd, el que un jefe de estado promueva y acepte un fraude, es un delito que postula algo más que la renuncia y la huída. Surgen los gobiernos y partidos afines a condenar lo que califican de golpe de estado, a lo que ha salido valientemente a desmentir el comunicado de la Conferencia Episcopal Boliviana. Estos áulicos seguidores de estas patrañas aducen lo positivo que Evo ha hecho en lo social y lo económico, lo que es cierto. Pero ello jamás puede avalar una conducta tramposa e ilegal. El primero que tiene que dar testimonio de honestidad y trasparencia tiene que ser quien está al frente del gobierno.

Convocar a marchas y condenas porque estamos ante un golpe de estado, es pura ideología, nada de ética ni de respeto a la gente y a las leyes. Ser complacientes con el fraude los convierte en cómplices de una maldad que es éticamente reprobable e inaceptable. El producto del integrismo es la intolerancia, por creerse dueños de la verdad y del poder. Los venezolanos tenemos que vernos en ese espejo para juzgar y actuar ante el drama que padecemos. Cuando los poderes públicos secuestran la voluntad popular y los derechos de la gente, pisotean la dignidad humana, irrespetan la libertad de las personas y pierden la legitimidad. Sin moral y sin luces vamos al abismo en el que la violencia y la sinrazón imponen el caos y la anarquía, todo lo contrario a lo que tenemos derecho: a la paz, al trabajo, a la convivencia fraterna, a la igualdad y a la verdad.

 

Cardenal Baltazar Porras Cardozo

 

 

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